Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Es mío, mi tesoro


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Hay situaciones que, por mucho que desde fuera parezcan bastante poco importantes, se convierten en verdaderos dramas personales. Algo así me sucedió el otro día cuando, estando en misa, me di cuenta de que no tenía puesto el anillo de mi profesión perpetua. No os podéis imaginar el vuelco que me dio el corazón, la tentación de salir corriendo de la iglesia y el ir y venir de pensamientos sobre cuándo y en qué momento había podido perderlo y, sobre todo, cómo era posible que no me hubiera dado cuenta. La situación de pánico duró relativamente poco, hasta que llegué a casa y, tras remover Roma con Santiago, me di cuenta de que se me había caído en la ducha. El caso es que, entre el tsunami de pensamientos que se me agolpaban en medio del desconcierto, se me ocurría lo difícil que iba a ser transmitir a alguien el drama que para mí suponía perder ese anillo y cómo iba a explicar que es imposible sustituirlo por otro.



El pánico

Vivimos rodeados de símbolos, de realidades que, más allá del valor objetivo que puedan tener y de lo relativamente fácil que puede resultar encontrar algo similar, están preñados de significado. De vez en cuando nos hace bien hacer repaso de qué realidades no quisiéramos perder y al sentido tienen para nosotros. En ese anillo, que me acompaña desde hace más de veinte años y que me ha hecho un pequeño callo en la mano, está volcada toda una historia, con sus luces y sombras, con sus idas y venidas, de relación con Dios. Claro que todo ello no queda atrapado en un anillo que, como he comprobado, se me puede perder en cualquier momento, ni se desvanece si este no está, pero explica el pánico de, de repente, haber dejado de verlo en mi dedo.

Fotograma de la película "El Señor de los anillos"

Somos seres simbólicos y todos vamos llenando nuestra existencia de cosas que apuntan más allá de lo que realmente son y cuya pérdida nos convierte en esa mujer de la parábola que, desesperada por haber perdido una de sus diez monedas, se empeña en buscar con detalle hasta que la encuentra (Lc 15,8-10). Quizá a quienes les invitaba a festejar con ella no comprendieran demasiado bien por qué tanta importancia al hecho de haber hallado una simple moneda, pues seguro que esta no tendría para sus vecinas la misma carga afectiva. Lo que sí sé es que, si la alegría del cielo por encontrarnos cada vez que nos perdemos es parecida a la que yo he sentido al ver mi anillo brillar en el suelo de la ducha… ¡cuánto alivio!