Una de las convicciones más enraizadas de nuestro tiempo es que las religiones están en el origen de la opresión de las mujeres, y que en particular la religión islámica las humilla y sanciona su libertad. Hasta hace algunos años, cuando la presencia islámica en Europa no era tan difundida y no parecía plantear problemas concretos, la bestia negra del feminismo era la Iglesia católica, por su cerrazón frente al aborto y los anticonceptivos, y por el rechazo del sacerdocio femenino, pero hoy su lugar ha sido tomado sin duda por la tradición islámica. Velos impuestos, burkini, mujeres e hijas segregadas en las periferias de las ciudades europeas, han puesto bajo los ojos de todos, un ejemplo bien fuerte de falta de respeto hacia esa libertad individual femenina que ha sido sin embargo conquistada en nuestras sociedades. La reacción es violenta e inmediata, y se hacen portavoz también algunas mujeres islámicas perseguidas que señalan en la secularización la única forma viable para alcanzar la libertad femenina.
¿Pero es realmente así? Como sucede dentro de la tradición cristiana, en la que muchas estudiosas redescubren las raíces femeninas de los Evangelios, así algunas estudiosas de la tradición musulmana están haciendo emerger una realidad más variada y compleja. Pero la primera que empezó a mirar con ojo crítico este estereotipo fue una antropóloga e historiadora francesa, Germaine Tillion, con un libro sobre la familia en el área magrebí, cuya mirada se abre a toda la zona mediterránea, ‘L’harem et les cousins’, publicado en 1966 después de casi veinte años de investigación en el campo.
Su objeto de estudio es la degradación progresiva de la condición femenina en la zona mediterránea, pero sin buscar fáciles chivos expiatorios en las religiones. Tillion une esta situación a la existencia de una estructura social relativamente homogénea sobre las costas tanto meridional como septentrional del Mediterráneo, distinguiendo por tanto la fe religiosa de las prácticas sociales, en las cuales descubre el origen prehistórico de una endogamia mediterránea, superviviente de las grandes revoluciones religiosas como el cristianismo y el islam. “La sociedad ‘histórica’ [la nuestra] (…) venera la propia parentela del lado paterno, abandona esa socialización intensa (conocida como exogamia) que ha salvado la sociedad ‘selvática’, y sobre todo esta es fanática del crecimiento en todos los campos: económico, demográfico, territorial”. Un modelo social y expansionista y conquistador que es el que nosotros mismos todavía vivimos.
Existen normas, pero se ignoran
La larga duración en la cual la autora plantea su discurso implica también Europa, y sirve para subrayar cómo las grandes religiones –cristianismo e islam– han fracasado en su intento de valorar a las mujeres. Tillion de hecho revela cómo la norma coránica que impone dar una parte de la herencia a las hijas (si bien la mitad corresponde a los hombres) y la libertad de administrarla a las mujeres casadas no ha sido nunca realizada por las tribus nómadas endogámicas, porque habría significado la disgregación de la tribu. Han caído por tanto en la nada “prescripciones que representaban, en el momento en el que el Corán fue revelado, la legislación más ‘feminista’ del mundo civil”. Poblaciones caracterizadas por una ferviente religiosidad musulmana no han tenido reparos en ignorar una norma coránica que habría dado a las mujeres mayor autonomía individual. Pero lo mismo, recuerda Tillion, ha sucedido en las sociedades cristianas: el delito de honor que ha afligido algunas zonas de la península italiana hasta tiempos lamentablemente recientes no puede realmente considerarse coherente con la enseñanza cristiana. La experta concluye por tanto que las tradiciones sociales han sido más resistentes que las fuerzas religiosas nuevas que se han superpuesto, dominando solo en apariencia las culturas mediterráneas durante siglos.
De su investigación puntual emerge que el control sobre las mujeres se hace más rígido en las fases de transición de un sistema cultural a otro: “La degradación de la mujer no acompaña por tanto la endogamia, sino una evolución incumplida de la sociedad endogámica” que se produce en el contacto entre la sociedad urbana y la tribal como reacción protectora en lo relacionado con el espacio abierto de la vida ciudadana. A la degradación de las condiciones de vida, las poblaciones reaccionan controlando a las propias mujeres, o sea, lo propio. Se trata por tanto de sostener un cambio no logrado, causa de malestar social. “En resumen el Islam, casi por sí solo, ha ‘reabsorbido’ un fenómeno social cuya relación con él tiene que ver esencialmente con la geografía y no la teología”, escribe Tillion.
La novedad del análisis de Germaine Tillion está también en su reconocer como problemático el concepto mediterráneo de masculinidad, que prevé una valoración desmedida de la virilidad, causando angustias en el individuo.
Hombres y mujeres, ambos, víctimas de la misma estructura social antigua y omnipresente, no serían por tanto oprimidas por la tradición religiosa, sino por la propia resistencia al cambio.