Hace veinte años, circuló una curiosa noticia respecto al chileno Tomás Martínez, quien después de separarse de su esposa, fracasar en algunos negocios, aficionarse a la bebida y girar algunos cheques sin fondo, huyó a Bolivia donde sobrevivía de cargador y mendigando en los barrios bajos de Santa Cruz.
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Sabiendo de sus deudas pasadas, Tomás constantemente lograba escapar de la policía y los detectives que lo buscaban, sin saber que era requerido debido a que había heredado una cuantiosa fortuna. Pero él no lo sabía, y nunca lo supo.
Hay herencias de las que no podemos escapar, pues las experiencias de nuestros primeros años generan una marca indeleble en nuestra personalidad. El cariño, la ternura, la protección y el respeto recibidos durante la infancia son tesoros que guarda el corazón.
Pero muchos de nosotros, también padecemos desde temprana edad el alcoholismo en los padres, la violencia en el interior del hogar, el abuso de algún familiar, la discriminación, la pobreza extrema, la separación de nuestros padres y muchas otras situaciones adversas que también dejan su huella en nuestras vidas.
Si te lo preguntas querido lector, puedo decirte que sí, que todo ello en mayor o menor medida lo he vivido, y por eso hoy te escribo de nuevo, desde mi experiencia personal y no desde la teoría de la conducta. Esta ocasión no hablaré de las cosas buenas que mis padres me ofrecieron, que sin duda las hubo y fueron valiosas. Hoy te contaré que también tengo mi herencia oscura, esa de la que mucho tiempo he estado escapando.
Constantemente escucho que los hijos son el reflejo de los padres. Lamento no estar del todo de acuerdo con eso, y espero que ello no te escandalice, pero es como querer condicionar mi destino partiendo de la conducta de mis padres.
Hay cosas que no puedo evitar: a veces me sorprendo en algunas posturas físicas propias de mi padre y no son extrañas las ocasiones en que mi esposa me dice que mis expresiones le recuerdan a mi madre. Pero muy a pesar de ello, he tratado de ser una versión original de mi visión de hombre, de esposo y de padre; no una copia de lo que fueron los míos.
Perfecto es Dios
No pretendo negar el valor de la formación que recibí, como tampoco se puede minimizar el impacto de los errores paternos. Sin embargo, con el tiempo, debí darme cuenta de que todos somos imperfectos y que no tenía derecho a exigir de mis padres un testimonio de vida intachable. Perfecto es Dios.
Ciertamente me llevó un tiempo aceptar que todos nosotros tenemos debilidades y tentaciones que a veces nos derrotan. Fue un proceso de sanación interior el que me llevó a aceptar que mis padres también enfrentaron sus propios desafíos, que en ocasiones fueron presa de sus debilidades y que tuvieron sus caídas.
Pero finalmente reconocí que sus fallas, no necesariamente se deberán reflejar en las mías. Si bien me persigue una herencia no deseada, al final, soy el resultado de mis decisiones, de mi libre albedrío, de mi fuerza de voluntad y de aquello en lo que deposito mi fe.
Concluyo en que sería inapropiado tomar todo lo vivido con anterioridad para justificar mis errores de adulto. Debo capitalizar todas mis experiencias en beneficio de mi proyecto de vida. No quiero ser el reflejo de mis padres, sino el fruto de su amor, aunque ese amor haya durado poco, que sea como una chispa que encendió un fuego mayor.