Lo tenía muy claro, no era ambicioso, no quería tener siempre que ganar más o que ocupar un puesto más alto en su empresa. Lo suyo era tener lo suficiente para vivir, ganar un buen sueldo, tener una seguridad de unos ingresos adecuados y tiempo para hacer otras cosas.
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Así, el trabajo era un mal menor para su vida. Tenía que hacerlo porque era el modo de ganarse el sustento, no podía escaparse de él porque había nacido en una familia sin posibles, y eso le obligaba a tener que ganarse la vida con su propio esfuerzo, pero era solo esto, algo que había que hacer para poder vivir.
Su vida comenzaba a ser plena cuando salía de su oficina o antes de entrar en ella. Ahí era donde realmente se sentía realizado, en aquello que respondía a sus inquietudes: montarse en la bicicleta de montaña para salir al campo, tocar en bajo en el grupo de viejos románticos que seguían juntándose todos las semanas para ensayar canciones que nunca representaban en público, poner los pies sobre la mesilla para recostado en su salón ver el telediario, etc.
El trabajo era para él un mero trámite, algo irremediable. El sonido matutino del despertador era un suplicio para él. El resto del día era un esperar a que pasase la mañana para poder comenzar a ser él, a vivir plenamente cuando acabasen las ocho horas de su jornada diaria.
Así que pronto encontró una estrategia para que todo pasara más rápido: ejercitar el arte del escaqueo. Aprendió a desaparecer cuando intuía que lo iban a necesitar, encontró espacios de la empresa donde podía pasar el rato sin que nadie se percatara, supo tener ocupaciones ficticias que le posibilitaban evitar otras que no quería asumir.
Y nunca llegó a comprender cómo había gente que disfrutaba con su trabajo, que sonreía por la mañana, que se desvivía por ayudar a los demás, que no se quejaban de su vida, ¿Cómo se podía ser feliz trabajando?