Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Espacio seguro


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Después de las últimas semanas en el norte de Portugal, ha llegado ya el momento de regresar a lo cotidiano y sus encantos. Lo extraordinario tiene la gracia de lo novedoso y de lo que no es habitual, pero el día a día es el lugar de nuestras rutinas, en el sentido más bonito y profundo de la palabra. Con todo, mientras intento recordar dónde tengo la mano derecha y dónde la izquierda en Granada, aún disfruto rumiando algunas experiencias vividas durante este tiempo por tierras lusas.
Puede parecer una tontería, pero una de las imágenes que me viene cada poco es la catedral de Braga, con su sobria majestad y su belleza austera. No es que se diferencie mucho de cualquier otra catedral, pero en ella me parecía comprender mucho mejor esa tradición que viene de antiguo de “acogerse a sagrado” y descubrir en este tipo de espacios un lugar seguro en el que encontrarse resguardado.
Aunque a mí, posiblemente gracias a las películas, me viene la imagen medieval de refugiarse en iglesias ante los peligros que amenazaban al pueblo, ya en la Biblia aparecen quienes se agarraban a los cuernos que adornaban el altar con esa misma intención de buscar cómo salvar la propia vida, como hizo Adonías ante la amenaza de Salomón (cf. 1Re 1,50). Y quizá sea una tontería, pero me hace pensar que, en realidad, todos necesitamos tener nuestro propio “espacio seguro”.
Ese lugar, que con frecuencia no es físico, en el que nos sabemos protegidos, podemos bajar toda guardia y defensa y nos sentimos acogidos en nuestra verdad más verdadera, sin más motivo que el “porque sí”. Se trata de esa experiencia vital que, cuando somos bebés, aprendemos por ósmosis en los brazos de quienes nos quieren y que, con el paso del tiempo, podemos olvidar, por más que siempre la añoremos.

Sin armaduras

Todos necesitamos personas, lugares, momentos o ámbitos en los cuáles nos sepamos protegidos y seguros siendo quienes somos, desnudándonos de armaduras y caretas. De manera semejante, todos escondemos la capacidad de convertirnos, como el grano de mostaza cuando crece, en árbol capaz de albergar y cobijar en su seno, no tanto a pájaros como a quienes se sepan cuidados y queridos por nosotros (cf. Mt 13,32).
Es evidente que nos encontramos en un momento histórico en el que no tendría mucho sentido volver a considerar los templos como esos lugares en los que no puede acceder ningún peligro. Con todo, lo que sí es posible es devolverle a la comunidad creyente esa capacidad de protección que ostentaban las capillas y reconocer la invitación constante de convertirnos, en vez de amenaza, rechazo o juicio, en espacio seguro para cualquiera que se acerque y busque “acogerse a sagrado”.