Actualmente, muchos de nosotros nos hemos visto “tentados” por las promesas de salud y vida eterna que hoy se ofrece en la sociedad, especialmente después de la pandemia, que puso el tema de la salud como el principal titular. Sin embargo, sin desconocer todos los avances y beneficios que la ciencia y la tecnología nos han ido aportando en la calidad de vida, bien vale volver a revisar algunas premisas que se dan por ciertas y que no son tal.
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Es más, algunas de ellas se originan en un trono soberbio en que el ser humano se ha autodesignado creyéndose capaz de controlar la naturaleza y su longevidad; en el individualismo y hedonismo vacío que “venden” la juventud y la salud como la esencia de la felicidad y también en intereses económicos que han hecho de este “espejismo de bienestar eterno” un negocio que deja mucho que desear desde el punto de vista ético.
Cinco golpes
No se trata de volver a las cavernas ni de descuidarnos como escépticos radicales, sino ponderar con mayor agudeza si vale la pena “matarnos” por vivir más y ser también coherentes con nuestra fe a la hora de cuidarnos y cuidar la vida sin matarnos ni matar a los demás. Voy a hablar de cinco golpes que nos pueden estar matando y proponer vías de salida para discernir.
- Primer golpe: el cuerpo tiene programación propia y no la podemos controlar. Una de las “verdades” más arraigadas en nuestra cultura occidental es que, a través de nuestra voluntad, traducida en dietas y ejercicios, pensamiento positivo y control mental, entre otros, nosotros tuviésemos la posibilidad de ordenar nuestro comportamiento celular y sistémico a nuestro antojo. Por lo tanto, estar sanos y enfermos sería también nuestra responsabilidad total. Las investigaciones revelan que nuestras células son mucho más complejas en su funcionamiento, que obedecen a mil factores además de lo emocional/mental y que nuestros esfuerzos y exigencias mentales, si bien pueden ayudar en cuánto a cómo sobrellevar una dolencia, no tienen injerencia real en su devenir final. La mente no tiene preminencia sobre el mundo físico; por lo tanto, surge la primera consecuencia radical: no somos culpables de nuestras enfermedades ni tampoco negligentes o poco “positivos” si no nos logramos sanar. Sí podemos elegir cómo vivir las enfermedades, pero no detener su evolución como si fuésemos dioses. Todo este pensamiento “positivista” tan expandido en la actualidad supone un “universo” que concede todo lo que le pedimos, como un Uber mágico en el que solo basta pensar para que el envío se despache, pero las evidencias y la propia experiencia nos dicen que no es tal. Como seres humanos, somos naturaleza; no dueños de ella.
- Segundo golpe: somos consumidores de “salud”. Creyendo de juntillas que tenemos control sobre nuestra salud y longevidad, el mercado nos seduce con “necesidades y productos” que también debemos revisar a la hora de ver su bondad y cuánto nos ayudan en vez de perjudicar. No es ningún secreto el crecimiento desorbitado de las farmacéuticas; tampoco la proliferación de exámenes preventivos que muchas veces son verdaderas torturas (mamografía o colonoscopía, por ejemplo), la infinita variedad de tratamientos antiedad, el sobrediagnóstico de enfermedades, alimentos específicos, ejercicios y la agresiva presión que toda esta campaña de “salud” ejerce sobre los consumidores. Esto sin tomar en cuenta que todo este mercado es para un segmento muy privilegiado de la población, que también produce una brecha muy dolorosa entre los que tienen y los que no.
- Tercer golpe: el cuerpo humano no es una maquinaria perfecta. Así lo plantea el holismo, en el cual los tejidos, órganos y células trabajan de forma armónica. Las células, tarde o temprano, con o sin ejercicios, con alimentos de uno u otro tipo, con exámenes o sin ellos, se van degradando progresivamente y todos moriremos. Es más, al ser seres relacionales, no solo es un eufemismo narcisista creer que puedo hacer que todo esté impecable, sino una ingenuidad, ya que no solo convivimos con los demás y el entorno, sino con infinitos microorganismos, bacterias, virus, que son parte de nosotros y que viven y sobreviven a su propio arbitrio. Basta la pandemia para corroborarlo.
- Cuarto golpe: envejecer no es una enfermedad. En el paradigma actual, el sufrimiento y la muerte son erradicados del lenguaje y de lo normal de todo ser humano, siendo que inevitablemente forman parte de su vida. Por lo mismo, envejecer es visto como un fracaso personal; que no te cuidas lo suficiente y que es “urgente” aplicarse en la competencia antiedad. Muchas veces nos embarcamos en batallas que sabemos que vamos a perder, como por ejemplo la presbicia, las arrugas, la flaccidez muscular. Claramente, nos podemos mantener, pero siempre acorde a nuestro reloj biológico, que no se detiene con nada. La invitación constante es a ponderar cuáles son los pros y los contras de esas luchas y si valen la pena.
- Quinto golpe: la medicina sigue siendo un ritual. En muchos casos, nosotros mismos sabemos que el solo hecho de ir a un doctor nos empieza a sanar. Ciertamente, hay cirugías, tratamientos y medicamentos que nos ayudan, y muchísimo, pero la “salud”, como en todos los tiempos, también tiene algo de ritual en donde nos entregamos en las manos de un experto que inicia nuestra sanación. Esto no es malo ni bueno; es la raíz antropológica de nuestro comportamiento y que también debemos considerar. Podríamos decir que muchas veces una consulta se asemeja (o debiese al menos) a una liturgia de sanación y, por lo mismo, atenta tanto contra la vocación y su recepción, cuando la medicina se vuelve un servicio y el paciente un cliente nada más. Las personas van a los doctores porque anhelan consciente o inconscientemente el ritual y su liturgia y, cuando son tratados como un número, se deshumaniza la relación y hace a todos mal.
Jesús, el maestro de la buena salud
Ya nos advirtió el Señor en la parábola del rico insensato que nadie podía alargar su vida. Sin embargo, sí nos da consejos de cómo vivir eternamente que hoy pueden ayudarnos mucho más que una dieta especial o una rutina de ejercicios. Para obtener la vida eterna existe un único y gran mandamiento: debo amar a Dios y amar a mi prójimo como a mí mismo. Es el amor el que nos mantiene vivos; una buena relación de hermanos, una sana convivencia con la naturaleza y, sobre todo, una sabia aceptación de la vida y la muerte (que se inicia apenas nacemos como proceso) y donde lo importante es manifestar la plenitud de nuestro ser amando y sirviendo de acuerdo con nuestra originalidad.
Así nuestra estela amorosa jamás morirá y seguiremos vivos para siempre. Por lo mismo, si aparecen enfermedades, lejos de ser enemigas, pueden ser instrumentos para crecer más en el amor, para evangelizar a los demás, para dar testimonio y empatizar con las enfermedades de otros. Son parte de la vida y podemos estar sanos aun padeciendo algunas enfermedades…
¿Qué tipo de vejez queremos tener entonces?
Dando por hecho que todos ya estamos caminando hacia la muerte, no podemos cambiar el reloj, pero sí decidir cómo queremos vivir. No hay una vejez; hay vejeces dependiendo de cuánto amor podamos recoger a lo largo del camino cada uno de nosotros. Cada vejez se construye desde la juventud, tomando en cuenta cuántos rostros pudimos tocar y atesorar; cuántas vivencias amorosas pudimos dejar para los demás y la humanidad; cuán sanos tuvimos el corazón para amar cada circunstancia que nos presentó la vida con amor y buen humor, sacando de lo “bueno y lo malo” una lección para dar y darnos más. Cada uno muere como ha vivido, y eso ojalá no lo olvidemos jamás.
Espero que estas líneas dejen mil preguntas para reflexionar, pero, sobre todo, para vivir en paz siendo un aporte a los demás, aceptando lo que la vida nos ofrezca con serenidad.