Etty Hillesum y la mística de la alegría


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La mística parece incompatible con nuestro tiempo. La hegemonía del pensamiento científico ha desterrado ciertas experiencias que se consideran irreconciliables con una perspectiva estrictamente racional. Sin embargo, la mística sigue llamando a nuestra puerta. Es evidente que ya no lo hace como en el siglo XVII, pues cada época se acerca a lo trascedente por un camino distinto, pero sigue suscitando el interés de todos los que –como Albert Camus– se rebelan contra la idea de un universo absurdo y sin finalidad.



Camus no superó su escepticismo, pero, en sus conversaciones con el reverendo Howard Mumma, ya al final de su existencia, manifestó su propósito de seguir buscando a Dios sin descanso: “Voy a seguir luchando por alcanzar la fe”. Vivir alejado de Dios le producía una dolorosa insatisfacción: “Soy un hombre desilusionado y exhausto. He perdido la fe, he perdido la esperanza. Es imposible vivir una vida sin sentido”.

Un viaje hacia la muerte

En el siglo XXI, creer en Dios ya es una experiencia mística que se concreta en una forma de estar en el mundo. El 7 de septiembre de 1943 partió hacia Auschwitz el tren que deportaba a la familia Hillesum, holandesa y judía. Se trataba de un viaje hacia la muerte. Todos sabían lo que les aguardaba. Etty, autora de un famoso ‘Diario’, se despidió de los que les observaban desde el andén con un largo adiós. Meses antes había escrito: “Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros. Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo“.

La perspectiva de una muerte inminente no destruyó su confianza en Dios: “Incluso en este siglo XX se puede todavía creer en milagros. Y yo creo en Dios, también cuando dentro de poco en Polonia me hayan devorado los piojos”. Lo místico ya no es una forma de salir de la historia, accediendo a un plano espiritual, sino una manera de avanzar con paso firme por el tiempo, proclamando el triunfo del espíritu sobre los ídolos que pisotean la dignidad humana, la esperanza y el amor a la vida.

Algunos confunden la mística con los estados de conciencia alterados por las drogas o el frenesí sexual. Es una visión simplista de un fenómeno mucho más complejo. La mística, que puede degradarse y convertirse en un misticismo banal, interioriza el misterio de Dios y lo vivifica, explorando su profundidad. Es una vivencia que nos descentra, sustrayéndonos de esa atención desmedida a nuestro yo que nos hace olvidar a los otros. Lo más opuesto a lo místico es el narcisismo, que transforma el mundo en el escenario de un ego hipertrofiado, cerrando los ojos a la alteridad.

Etty Hillesum 1

En torno a un Dios personal

El misticismo cristiano gira alrededor de un Dios personal, lo cual desconcierta a los que identifican lo sagrado con lo ininteligible, lejano e inaccesible. La teología apofática del Pseudo-Dionisio destaca lo que no podemos conocer de Dios. No es una vía estéril, pero conviene recordar que el Dios cristiano irrumpe en la historia con una peripecia muy humana. Nace en una aldea insignificante, crece en un hogar de clase obrera, se rodea de hombres y mujeres humildes, predica durante un breve período de tiempo –quizás no más de un año– y muere de forma ultrajante, crucificado como un esclavo.

Jesús de Nazaret es el rostro de Dios interpelando al hombre, no ya para que imite su perfección –algo imposible–, sino para que siga sus pasos. Ser cristiano significa abrazar un camino que conduce al otro. La mística cristiana siempre es una mística del rostro, no una vaga adoración de un Dios que se esconde, escamoteando su ser. El Dios cristiano no es lo Innombrable, sino algo patética y dolorosamente cercano.

En ‘La ley del silencio’ (‘On the Waterfront’, Elia Kazan, 1954), el padre Barry, magistralmente interpretado por Karl Malden, se dirige a los estibadores del puerto de Nueva York después de la muerte de Kayo Dugan (Pat Henning). Aunque se ha fingido un accidente, Dugan –un veterano estibador– ha sido asesinado porque se había comprometido a testificar contra el sindicato mafioso que controla los muelles. Tras rezar junto al cadáver, el padre Barry, profundamente emocionado, explica el significado del mensaje cristiano: “Hay quien asegura que la crucifixión ocurrió solamente en el calvario. Que despierten esos. Cada vez que los malvados aplastan a un hombre justo, se repite el drama de la crucifixión“.

Apertura al otro

La experiencia mística es una vivencia individual que permite el encuentro con lo trascendente, pero siempre implica una apertura al otro y un compromiso con el mundo. La figura de Cristo nos revela que Dios posee una dimensión personal, neutralizando esas abstracciones que convierten la experiencia mística en algo difuso e impreciso. El padre Barry recuerda que Cristo está en los muelles de Nueva York, enredado en el sufrimiento de los estibadores, compartiendo sus penurias e incertidumbres. La mística no exige un paisaje sublime. Es posible sentir la presencia de Dios en la cumbre de una montaña, contemplando un mar de nubes, como el famoso caminante de Caspar David Friedrich, pero también en la bodega de un carguero.

Eso no sería posible sin ese Cristo tan humano que fascinó a Miguel de Unamuno, un místico de la duda. En el cuerpo martirizado del galileo, el escritor español no aprecia el fin de un sueño, sino una “dehesa de amor”, un “coto de inmensidad, donde los hombres cobijamos la tímida esperanza de no morir del todo”. Gracias a Cristo, con un nombre y un rostro, el ser humano puede vivir con esperanza: “¡Nuestra roca y nuestro aliento has sido Tú!”.

La mística cristiana siempre presupone un Tú. No es un intento de evasión, sino una bajada a lo más hondo y un ascenso a lo más alto. Es una vía de dos direcciones que permite la plena realización de nuestra humanidad. No negamos nuestro yo; lo restauramos. No nos perdemos o extraviamos; nos reencontramos. Dicho de otro modo: nos desprendemos del falso yo, tras aprender a conocernos y amarnos.

Médico y sanador

No sería posible sin la mediación de Cristo, médico y sanador. Se ha reprochado a san Juan de la Cruz que su itinerario místico desemboca en el Misterio innominado, el Uno sin determinaciones. Me parece un reproche injusto. Como señala Urs von Balthasar, la mística del carmelita descalzo es nítidamente “cristocéntrica”. Su famoso dibujo de la crucifixión acentúa el dolor y el desamparo de Jesús para evidenciar que el Dios cristiano es un frágil absoluto. Lejos de la majestad de los dioses del paganismo, Cristo agoniza en un madero, con el cuerpo roto y el alma quebrantada, pero en ese estado de postración se revela el compromiso de Dios con el hombre. No es un sacrificio estéril, sino un acto de amor gracias al cual Edith Stein –canonizada como santa Teresa Benedicta de la Cruz– pudo viajar sin miedo hacia Auschwitz, confortando a sus compañeros de infortunio. Quizás pensó en una de sus frases más inspiradoras: “En el signo de la cruz, venceremos… se vean o no los frutos”.

La experiencia mística marca una inflexión en una vida. Hace nueve años, yo luchaba contra una depresión que parecía invencible. La depresión no es simple tristeza, sino un eclipse de la voluntad de vivir. El cuerpo y el alma no son capaces de concebir un mañana. Solo hay un presente invadido por la angustia y la desesperanza. La muerte se percibe como la única liberación posible. Desalentado, una mañana de junio me levanté de la cama con el mismo abatimiento que los últimos meses.

Me costaba mucho trabajo disfrutar de las cosas, pero una parte de mí aún no se había resignado a perder las ilusiones que me habían acompañado en otro tiempo. Encendí el aparato de música y seleccioné la ‘Misa en si menor, BWV 232’, de Bach. El buen tiempo me permitió escucharla desde la terraza. Vivo a las afueras de un pueblo, casi sin vecinos. Mi casa mira a la estepa castellana. Solo hay campos de trigo y cebada, un arroyo con el cauce casi siempre seco y una hilera de chopos, fresnos y olmos. La combinación de la música y el paisaje me sumieron poco a poco en un estado de creciente bienestar. Cuando llegó el “Christe eléison”, con el dueto de sopranos acompañadas por los violines al unísono, me conmoví profundamente y recordé el famoso versículo de san Mateo: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (7:7).

Un espectáculo lleno de belleza

Algo cambió en mi interior. Sentí que el mundo no era un lugar inhóspito, sino un espectáculo lleno de belleza. Existía el mal, sí, pero también la libertad y la esperanza, mucho más poderosas que cualquier calamidad. Pensé en Dios y no me pareció una fantasía, sino lo único capaz de hacer inteligible la realidad, llenándola de sentido. Estaba harto de ser un hombre “desilusionado y exhausto”, como Camus. Mientras seguía sonando la música de Bach y la luz del cielo se enredaba con los chopos, fresnos y olmos que corrían por las orillas del arroyo seco, experimenté algo semejante a lo que explica Etty Hillesum en una de las páginas más hermosas de su ‘Diario’, refiriéndose a Dios: “Hay momentos en los que me siento como un pajarillo acurrucado dentro de una gran mano protectora”.

¿Fue una experiencia mística? Desde luego, fue el punto de partida de una imparable ascensión hacia la alegría, el equilibrio y la serenidad. En el pasado, se asoció la mística con la noche y el desamparo. En el siglo XXI, quizás deberíamos vincularla a la paz interior y el mediodía.