JUEVES. Paseo nocturno. La locura llega a las terrazas. Las colas del tapeo frente a las colas del hambre. Las filas de la cerveza frente al vacío de las taquillas de los museos. Así somos.
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VIERNES. “¿Dónde está Dios en esta pandemia?”. La pregunta recurrente en estos meses. Una y otra vez pulula por ahí. Juan le da la vuelta. Y ahí viene el problema. Mi problema. Nuestro problema. “Pregúntate, ¿dónde estamos nosotros? ¿Dónde he estado yo y dónde voy a estar?”. Ahí ya cuesta tragar. Porque lo fácil es echarle la culpa al que está ausente cuando lo estamos cada uno.
SÁBADO. Misa a puerta cerrada. Pero con retransmisión abierta. Por el alma de los que no están. Hasta ahora había experimentado lo que se sentía desde casa, la capacidad para romper la distancia de la pantalla. Ahora, incapaz de valorar el esfuerzo de quien, lo mismo desde el ambón que desde el ordenador que emite la señal, conecta y hace familia. Gratis. El Evangelio 2.0 de Antonio.
DOMINGO. Pentecostés. El día del desconfinamiento de los discípulos. Ojalá supiera copiarles. A pies juntillas.
LUNES. ‘La casa de las flores’. Remate de temporada. Remonta la anterior. Por lo desternillante. Pero también por los recados verbales. Carmelita se despacha recordando a su vieja amiga. “Era tan rebelde que se volvió conservadora”. Un proceso que también se da al revés. Y no sé si con más temeridad.
MIÉRCOLES. Les sigo. En sus declaraciones institucionales. Saltos en su hacer y decir. Pero como ahora, nada. Los obispos de Estados Unidos se plantan ante Trump. A título personal. Minneapolis. Los Ángeles. Washington. También como colectivo. “Asqueados” por la manipulación partidista, por el racismo y la violencia. Sin pomadas. Bienhallados.