Al igual que el brazo incorrupto de santa Teresa –que Franco cuidó con veneración durante años– fue devuelto a sus monjas, quizá haya llegado el momento de que él salga de la basílica del Valle de los Caídos, el lugar que eligió para su descanso eterno, y sea llevado allí donde su mujer siempre lo quiso: a su lado, en el panteón familiar.
La Iglesia no promovió aquella obra, no asignó en ella sepultura a Franco ni mandó poner los nombres de los caídos en las paredes de muchas de sus iglesias, que ahora le mandan limpiar. Es verdad que durante años se sirvió de la “restauración religiosa” franquista, pero no menos cierto es que, en su agonía, aquel militar sentía que la Iglesia le había traicionado. Así pues, mientras Tarancón limpiaba los restos umbilicales de un cordón que se había ido cortando años antes, el entonces abad solo pudo oponer un gesto de contrariedad a la decisión de última hora de Arias y del rey Juan Carlos de que Franco fuese enterrado allí.
Es el momento de que las autoridades –en este caso, el Gobierno de Rajoy– no le endilguen de nuevo el muerto a la Iglesia y, si el PP, con su abstención, propició la iniciativa del PSOE para exhumar los restos de Franco, que no se agarre a que los curas tienen la última palabra.
Aunque no reclamó aquellos restos mortales, lo que no hará la Iglesia es echar a nadie. Allí, los monjes siguen rezando por la reconciliación de todos, pero no acaban de borrar la imagen de que lo hacen solo por unos. Y el PP, en vez de escurrir el bulto, se “centraría” un poco más.
El mismo año en que comenzaron las obras en el valle, el cardenal Barraquer advertía del “efímero fruto religioso” de aquel nacionalcatolicismo incipiente y del peligro que se corría “de hacer odiosa la religión” al otro bando. Pues en esas seguimos.