Fe es certeza en la experiencia del amor religioso. Para alcanzar esa certeza, la experiencia es intrapersonal, íntima y profunda. Y por ello la fe no es una recolección memorística, mítica o cultural de las experiencias religiosas de otros, sino una realidad viva, inagotable y ardiente en quien la posee. Aunque puede describirse desde la inteligencia y mostrarse en hechos históricos, su origen no proviene del entender ni de los datos de los sentidos, sino del mundo del espíritu. La fe trasciende las experiencias del amor por personas y realidades concretas, por lo que resulta inverosímil para quien limita su entendimiento de la realidad a lo tangible. Sin embargo, al lograrse, crea un vínculo ultramundano de confianza y entrega que reúne lo humano con lo divino.
El sujeto, al descubrirse amado por una Realidad Trascendente, se inunda de asombro, entusiasmo y gozo constantes. Y en eso podemos observar si esa fe es heredada o viva, según sea el resultado de un esfuerzo cognitivo-cultural o el fruto un encuentro consciente.
El bien vivido
Cabe preguntarnos entonces si es posible ser buena persona, aún sin tener una fe viva. Desde el fanatismo se contesta con un rotundo “no”, especialmente si la fe del otro es distinta a la propia. Pero el fanático está tan deslumbrado por el destello de esta Verdad, que no puede notar matices ni percibir cómo la Luz inunda la realidad ajena.
Tras una observación menos apasionada observamos que sí es posible. El intelecto humano tiende a la verdad, la libertad humana aspira al bien y los afectos se integran hacia la plenitud. En conjunto colaboran en una dinámica poderosa que conduce al autodesarrollo y la felicidad. Desde el humanismo, la virtud es un hábito estable para el bien-vivido, que va más allá de entender el valor, como bien-sabido.
Ante las decisiones éticas, el sujeto puede esforzarse por entender las realidades de todos los involucrados, asignarle a cada quien lo que le corresponde, y con ello lograr relaciones de armonía y bien común. Desde nuestra tradición decimos entonces que quien posee ese hábito es justo [CIC 1807].
La decisión por el bien también puede apoyarse en la empatía a afectos propios y extraños, tanto presentes como pasados, para hallar el bien mayor, o al menos mantener la continuidad del bien actual. Esa búsqueda implica también encontrar los medios adecuados para tal propósito. Cuando observamos que alguien sabe cuándo hablar y cuándo quedarse callado, en qué espacios tomar la iniciativa y en cuáles ceder el liderazgo, cómo plantear un problema sin ofender a otros, entonces sabemos que ese alguien es prudente [CIC 1806].
En tercer lugar, podemos reconocer que la realidad es rara vez un lecho de rosas. Con frecuencia las cosas se ponen difíciles y entonces vemos quién es realmente capaz de superar la complejidad, el tedio o la oposición a sus acciones, logrando así ser bueno para algo y no simplemente buenito (para nada). Cuando notamos que alguien persevera en la búsqueda del bien superando las dificultades, admiramos su fortaleza [CIC, 1808].
Cuarto, quien aspira al bien duradero sabe balancear esfuerzo y trabajo, comprende el lugar del placer, de la autoridad, del acuerdo y de lo intrínsecamente correcto como criterios para distinguir el bien, tanto para sí mismo como para los demás. Así que, cuando vemos a alguien usar el repertorio de los bienes creados sin propasarse, decimos que actúa con templanza [CIC 1809].
Viento en popa
El círculo virtuoso de decidir con justicia, elegir con prudencia, actuar con fortaleza y disfrutar con templanza conduce a estados de bien cada vez mayores, tanto en lo personal como en lo comunitario. Y a la vez resulta obvio que lograr esto no es una tarea sencilla, ni trivial. Desde lo puramente humano este esfuerzo se antoja como un ejercicio estoico y solitario, como el de un artista excéntrico que construye un andamiaje hermoso en el centro de una plaza, que no parece ir a ningún lado ni importarle a nadie.
Entonces la Fe entra en acción y todo lo cambia. La certeza del Amor ultramundano perfecciona a la razón, invitándola a observar la realidad desde el amor que todo lo arropa y todo lo procura y entonces las decisiones son más sabias y justas. Inspira al sujeto a permanecer en el vínculo del amor y evitar que éste se esfume en las discusiones o pleitos, logrando así que las elecciones del momento se vuelvan más prudentes. Alienta a defender ese encuentro inquebrantable sin importar lo difíciles que sean las circunstancias, y con ello magnifica la fortaleza (Jb 19, 25-26). Resignifica deseos e impulsos, identificando la aportación que cada uno de ellos hace a la plenitud y habilita así la templanza.
La Fe entonces revela que ese andamiaje de virtud humana es en realidad la arboladura de un barco, que el espacio de trabajo no es una plaza vacía sino el océano del ser, y que lejos de una inmovilidad solitaria hay una travesía incluyente que a cada soplo pone viento en las velas y en cada Aliento susurra “te amo, ven”.
Referencia: CIC. (1992). Catecismo de la Iglesia Católica Cd. México: Coeditores Católicos de México.