Entre las cosas en las que coinciden todos los cubanos -los de un partido y los del otro, el gobierno y la Iglesia, los de la isla y los del exilio- destaca el aprecio por este gran sacerdote, considerado uno de los padres de la patria cubana y, más todavía, un santo. Y sin embargo, pasó la mayor parte de su vida fuera de la isla, aunque está enterrado con todos los honores en el Aula Magna de la Universidad de La Habana. Las noticias que llegan del más cercano final de su camino hacia los altares hacen que hoy me detenga en este fascinante personaje.
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Su historia nos lleva bien lejos de La Habana, concretamente a la ciudad de Nueva York, donde el joven sacerdote de 35 años llegó al puerto el 15 de diciembre de 1823, desembarcando de un carguero y entrando en una tormenta de nieve de las que no sorprenden a los neoyorquinos, pero seguramente sí a uno acostumbrado al clima cubano. Al no estar familiarizado con los peligros de caminar en un invierno del norte, durante sus primeros pasos en ese nuevo país donde viviría durante las siguientes tres décadas, resbaló y cayó sobre una acera helada.
Riesgo de ejecución
Era algo que seguramente no esperaba el buen clérigo. Pocas semanas antes había representado a Cuba, entonces colonia española, como delegado en la naciente asamblea legislativa en Cádiz, donde todo le salió mal porque en un rápido giro de los acontecimientos, el depuesto rey español Fernando VII (1784-1833) había vuelto al poder y había ordenado la ejecución de todos los que habían apoyado la democracia. Y como, siendo uno de ellos Varela corría el riesgo de ser ejecutado si se quedaba en Europa o incluso si regresaba a su amada Cuba, decidió a toda prisa huir de noche a Gibraltar, donde embarcó directamente a Nueva York.
Aquel joven sacerdote que se levantaba de la acera después de resbalar, se convertiría en el cuarto de siglo siguiente en una fuerza humilde pero prominente en la Iglesia local, sirviendo a los fieles de Nueva York con una devoción desinteresada similar al fervor que sentía por su patria, a la que nunca volvería sino años después de su muerte.
Latín, gramática y violín
Félix Varela y Morales, una de las grandes figuras más grandes de la historia de Cuba, nació en una familia de militares en La Habana, en 1788. En el año 1792, cuando sólo tenía tres años, su madre murió, dejándole a él y a sus dos hermanas bajo la protección de sus padrinos, así como de su abuela y las otras tías, a causa de la dificultad de su padre, dedicado a su carrera militar y casi siempre viajando de servicio. Ese mismo año su abuelo fue trasladado a San Agustín, en la península de Florida (todavía en posesión de España), como oficial del ejército, llevando consigo a Félix, que allí inició sus estudios primarios con el padre O’Reilly, un clérigo que le enseñó latín, gramática y violín.
Enseñanza valiente
Cuando tenía 14 años y llegó el momento de comenzar la escuela secundaria, Félix regresó a La Habana. Su padre había muerto y su abuelo soñaba con convertirlo en un soldado honesto, según la tradición familiar. Por ello le sugirió comenzar su carrera como cadete en una escuela militar, pero Félix por el contrario pidió entrar en el seminario e inició sus estudios en el Real y Conciliar Colegio Seminario San Carlos y San Ambrosio de La Habana, en el que se distinguió por sus estudios.
Al mismo tiempo, comenzó a estudiar diversas materias en la Universidad de La Habana, con tal aprovechamiento que a la edad de 19 años sustituyó en las cátedras a sus propios profesores. En su enseñanza, no mostró temor a explorar y expandir las ideas potencialmente peligrosas de su época: la abolición de la esclavitud, el derrocamiento de monarquías absolutas y de imperios coloniales.
Conocido como orador
El 21 de diciembre de 1811 fue ordenado sacerdote en la catedral de La Habana. Pronto conocido como orador que explicaba las ideas de una manera tan clara y persuasiva, de modo que incluso quienes no estaban de acuerdo con él se sentaban y escuchaban, Varela formó a los hombres más importantes de su tiempo en Cuba como José Antonio Saco, Domingo del Monte y José de la Luz y Caballero. Pero su trabajo no se limitó a la enseñanza: buen amante de la música fundó la primera Sociedad Filarmónica de La Habana. También trabajó para la Sociedad Económica de los Amigos del País, además de escribir obras de teatro y filosofía. En 1817 pronunció su discurso de bienvenida en la Sociedad Patriótica de La Habana bajo el título “Influencia de la ideología en la marcha de la sociedad”.
Su actividad era ingente, en 1821 fundó en el seminario del La Habana la primera cátedra de Jurisprudencia de América Latina, en la que se impartieron por primera vez asignaturas como Legalidad y Responsabilidad Civil. Varela definió dicha cátedra como “la Cátedra de la Libertad y de los Derechos Humanos, fuente de las virtudes cívicas y base del gran edificio de nuestra felicidad”. De él se ha dicho con razón que su dedicación a la política fue parte de su vocación a servir a Dios y a los hombres y mujeres de su tierra.
Abolir la esclavitud
Su nombre se hizo famoso a nivel nacional y fue elegido diputado en las Cortes españolas, en representación de Cuba, partiendo para España a la edad de 34 años, sin saber que nunca volvería a ver su amada tierra. En la metrópoli comenzó un laborioso trabajo parlamentario, organizando un grupo con otros representantes de las provincias españolas de ultramar -Cuba, Puerto Rico y Filipinas- para mejorar la defensa de sus derechos. También formó parte de varias delegaciones con el fin de presentar al rey de España iniciativas para mejorar la educación pública en dichas provincias y redactó un proyecto de ley para la abolición de la esclavitud, a la que se opuso firmemente, considerándola como totalmente contraria a los valores cristianos. Propuso el reconocimiento de la independencia de algunas naciones americanas ya emancipadas y lanzó un nuevo proyecto de ley para un gobierno autónomo en las provincias de ultramar.
Sin embargo, sólo pasó un año en las Cortes, ya que en 1823 se produjo la invasión de los “Cien Mil Hijos de San Luis”, que era un contingente del ejército francés enviado con la anuencia de la Santa Alianza, a las órdenes del duque de Angulema, sobrino del rey Luis XVIII, para poner fin al régimen constitucional instaurado tras el triunfo de la Revolución de Riego de 1820. Su objetivo principal era liberar al rey Fernando VII de la “prisión” a la que los liberales lo habrían confinado. Varela había votado en contra del Rey Fernando por haber abolido la Constitución de Cádiz, y por ello fue condenado a muerte junto con los sesenta y seis diputados que votaron como él. Como sabemos, logró escapar de la muerte en la Península y llegó a Nueva York aquel el 15 de diciembre 1823.
Referente periodístico
Su vida había cambiado para siempre, pero supo adaptarse a la nueva situación. Después de desembarcar, tardó más de un año en verificar sus credenciales para trabajar como sacerdote en la diócesis de Nueva York. En febrero de 1825 comenzó a ejercer como vicario parroquial en la iglesia de St, Peter’s en Barclay Street en Manhattan. Había aprendido a hablar inglés y eso le permitió predicar, escuchar confesiones, visitar a los enfermos, todo ello sin olvidar la política, ya que comenzó a publicar el periódico El Habanero en la ciudad de Filadelfia, primer periódico en español en los Estados Unidos.
Siguió mostrándose firme partidario de la independencia de Cuba y de la revolución, razón por la que los gobernantes de España lo querían más bien muerto. De hecho, un día, caminando por las calles de la parroquia, se encontró con un sicario enviado por los socios de Francisco Vives, entonces gobernador colonial de Cuba, para matarlo. El sacerdote, en un espíritu compasivo de perdón, se acercó al mercenario y le exhortó a no cometer un pecado tan grave como el asesinato. El hombre lo escuchó y desistió de su criminal propósito, regresando a Cuba con su misión inacabada, mientras que Varela continuó su camino sin apenas pausa, ni aquel día ni en el futuro.
Promotor parroquial
Por aquel entonces, en 1825, había sólo dos iglesias católicas en Nueva York: la catedral de San Patricio y la vieja iglesia de St. Peter’s, de la que ya hemos hablado. En 1826 la diócesis abrió una tercera: St. Mary’s, en una antigua iglesia presbiteriana en Sheriff Street, en 1826. Por su parte, Varela solicitó fondos a sus amigos para comprar la cercana Iglesia episcopaliana Christ’s Church, ubicada en Ann Street, que en 1833 había quedado vacía y con él se convirtió en la iglesia de St. James en la calle del mismo nombre; luego fundó también la iglesia dedicada a la Transfiguración en Mott Street, esta última atendida por él como párroco, aunque hay que tener en cuenta que en estos años todavía no estaba establecida la división de la diócesis en parroquias.
Siendo cubano, se entregó con celo ejemplar al trabajo pastoral con los inmigrantes, pero no con los de su tierra, ni siquiera con los hispanos, tengamos en cuenta que entonces eran poquísimos y llegaban con cuentagotas; Varela dedicó sus esfuerzos a los miles de inmigrantes irlandeses que llegaban y encontraron acogida y refugio en su iglesia. Los defendía de los “nativistas”, que se oponían a los inmigrantes y los maltrataban, y también iba al puerto a recibir los barcos que los traían, ayudando a pasajeros que desembarcaban sin dinero, y a menudo enfermos, procurándoles alimentos, mantas, ropa y alimentos. Hablando de su ayuda a los irlandeses que llegaban a la ciudad, dijo una vez: “Trabajo duro para ayudar a las familias irlandesas a construir escuelas para sus hijos, y me ocupo de los enfermos de cólera, y defiendo a los niños y niñas irlandeses de los insultos de las multitudes que los odian sólo porque sus padres son inmigrantes.
Genuinamente cristiano
Su testimonio es conmovedor, genuinamente cristiano, de amor al inmigrante venga de donde venga, ojalá lo hubiesen aprendido algunos clérigos americanos descendientes de aquellos irlandeses, que más de dos siglos después mostraron -y en ciertos casos siguen mostrando- un escasísimo interés por trabajar pastoralmente con los inmigrantes hispanos.
Su labor pastoral atrajo la atención del tercer obispo de Nueva York, John Dubois (1764-1842), quien en 1829 lo nombró vicario general de la diócesis, junto con el P. John Power (1792-1849), cargo que desempeñó Varela hasta el año1850.
Durante estos años creció rápidamente la diócesis neoyorquina (que en aquella época abarcaba todo el estado de Nueva York y la mayor parte de Nueva Jersey), siendo creadas seis nuevas parroquias. Con la ayuda de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul, se fundaron escuelas y orfanatos, a menudo con una parte considerable de los fondos obtenidos gracias a los esfuerzos del sacerdote cubano. Después de haber recibido una donación particularmente generosa, financió un asilo para las viudas y sus hijos, administrado por las mencionadas religiosas, y que se convertiría más tarde en el Hospital St. Vincent, uno de los más importantes de la historia de la ciudad.
Anticatolicismo latente
El tiempo que vivió Varela se caracterizó por un marcado anti catolicismo, actitud generalizada en todo el país en ese período, con raíces históricas que se remontaban a siglos pasados, aunque variaba entre diferentes regiones y grupos de personas. Pero hubo varios factores concretos que contribuyeron la ciudad de Nueva York a dicho anti catolicismo. En primer lugar, la herencia colonial: en el siglo XVII las colonias británicas en América habían sido muy hostiles a los católicos, al ser territorios mayoritariamente protestantes. Por otra parte, la inmigración católica a través de los siglos había contribuido a una presencia cada vez más significativa en el país de la fe romana, lo que provocaba desconfianza. Durante el siglo XIX, Nueva York recibió un gran número de inmigrantes católicos de Irlanda, Italia, Alemania y otras partes Europa, y esto llevó a un gran incremento de la población católica en la ciudad, creando tensiones con las comunidades protestantes preexistentes.
A estas motivaciones, que como hemos visto no eran pocas, hay que añadir las preocupaciones de tipo político, ya que algunos de los analistas de la realidad política temían, como en otros muchos países, que los “romanos” pudieran ser más leales al Papa que a la nación o que intentaran influir según su propio credo en el sistema político de los Estados Unidos. Dicho temor se agudizó a partir del establecimiento formal de la jerarquía eclesiástica norteamericana, pues en el año 1789 Pío VI había nombrado al jesuita John Carroll primer obispo de Baltimore, dependiente directamente de la Santa Sede.
Episodios de violencia
En 1849, un partido político nativista conocido en el país como The Know-Nothing o Partido Americano, había surgido con el objetivo de limitar la influencia política y social concretamente de los católicos y en general de los inmigrantes. El partido también se afianzó en Nueva York y su presencia derivó en lagunas ocasiones en episodios de violencia y discriminación contra aquéllos organizados por el partido, incluyendo revueltas y ataques a iglesias y comunidades católicas.
La historia recuerda otros episodios como los ataques a la recién comenzada catedral de San Patricio en 1836, cuando un grupo de protestantes trató de impedir la construcción de la nueva iglesia y se produjeron episodios de violencia contra los trabajadores y los obreros. La causa era que, como se puede ver incluso hoy: la catedral es una de las más grandes de los Estados Unidos y es conocida por su majestuosidad e imponente arquitectura. Algunos protestantes creían que la construcción de una iglesia de tales dimensiones era exagerada y un símbolo de “excesiva riqueza” de la Iglesia Católica.
Sin embargo, una vez acabada los anglicanos, llamados episcopalianos, comenzaron poco después la construcción de otra catedral aún más grande e impresionante, que fue llamada St. John the Divine, muy cercana de la Universidad de Columbia. De gran belleza, fue consagrada mucho después, en 1911, y sin embargo quedó y se halla todavía hoy inacabada.
Pacificador y dialogante
Volviendo al trabajo de Félix Varela, sus esfuerzos resultaron muy eficaces para contrarrestar este movimiento anticatólico, también desde el punto de vista teórico. Entre 1830 y 1831, además de aparecer en los escenarios del debate público, dirigió la publicación de una nueva revista llamada The Protestant’s Abridger and Annotator, donde se dedicaba a refutar pacientemente cada acusación de otro popular periódico anticatólico: The Protestant. Mientras otros líderes católicos respondían con ira a los insultos de los detractores de la Iglesia, él por el contrario fue un pacificador, siempre buscando dialogar.
En 1831, se le pidió a Varela que fuera miembro fundador de la Universidad de Nueva York, y no le faltaban los méritos para ello, pero rechazó la oferta pues en aquel momento estaba más interesado en el trabajo pastoral que en la vida pública. Con corazón de pastor y sintiéndose sobre todo sacerdote, contaba entre sus más queridos amigos al padre Alessandro Muppiatti, un monje cartujo italiano que había tenido que dejar su país y buscó asilo político en Estados Unidos. Considerado el primer sacerdote italiano en trabajar en Nueva York, Muppiatti sirvió como asistente del padre Varela en la parroquia de la Transfiguración desde 1842 hasta la muerte del primero en 1846.
A su vez, continuaba con la labor periodística: en 1836 Varela fundó The Catholic Observer y en 1838 el obispo de Boston le confió la dirección de una revista para niños, Children’s Catholic Magazine, una de las primeras publicaciones católicas americanas destinadas a los niños. Además, luchó para mejorar la educación de los hijos de inmigrantes y para integrarlos en la educación de la escuela parroquial dominical.
Defensa de la educación
En el verano de 1838, el buen sacerdote saltó a la escena pública llamando la atención sobre las calumnias contra los católicos, y contra los irlandeses en particular, en los libros de texto de los colegios y en los de la biblioteca proporcionados por la Sociedad de escuelas públicas de Nueva York, en los que se les trataba en modo despectivo y con burdas mentiras. El 20 de febrero de 1840 escribió el editorial “La educación de los niños católicos en las escuelas públicas”:
“Sin embargo, el recuerdo más importante de nuestro sacerdote cubano es su entrega total a los demás. Su servicio a los pobres y a los marginados era inmediato, directo y profundamente personal. Entre los inmigrantes irlandeses de su tiempo Varela era conocido como un incansable campeón y defensor. Gracias a su enfoque amoroso con la gente de todas las confesiones, incluso las que despreciaban a los católicos, logró acceder a instituciones de las que los otros sacerdotes estaban excluidos, incluyendo el Hospital de la Ciudad de Nueva York, dirigido por protestantes, pero lleno de pacientes católicos. Durante la epidemia de cólera de 1832, que llegó de Europa a finales de junio de aquel año y se cobró decenas de miles de vidas, según un contemporáneo, “vivió prácticamente en los hospitales”. Por lo tanto, con razón, afirma de él el obispo cubano Octavio Cisneros: “El padre Varela dedicó su vida a los enfermos, a los pobres y a los abandonados; fue llamado ‘el apóstol de los irlandeses’ por su trabajo en la acogida de inmigrantes y para satisfacer sus necesidades”.
Generosidad real
Aún en vida, las historias más o menos veraces que corrían entre la gente acerca de su bondad lo hicieron famoso, a pesar de que él evitaba la notoriedad. Por ejemplo, se dice que en una ocasión, se le acercó mientras comía una mujer pobre; él se disculpó un momento, fue a lavar la cuchara que estaba usando en ese momento y se la dio. “No tengo dinero”, le dijo, “pero toma esta cuchara de plata, la última de mi patria: será suficiente para alimentar a tu familia”. Parece que la pobre mujer fue arrestada posteriormente como sospechosa de haber robado la cuchara, y cuando Varela se dirigió a la policía para dar garantías sobre ella, el incidente fue reportado por la prensa local. La historia se parece mucho a la de monseñor Myriel en Les miserables de Victor Hugo y forma parte de la hagiografía que rodeó a Félix Varela hasta el final de su vida.
Otros relatos de su altruismo se difundieron por toda la ciudad, como el que habla acerca de un día de invierno en Chambers Street, donde una pobre mujer temblando de frío con un niño en brazos fue abordada por un hombre no identificado que se quitó en silencio el manto y la cubrió con él, marchándose sin abrigo. Los espectadores siguieron al misterioso benefactor y reconocieron a Varela al entrar éste en su residencia.
Salud precaria
A finales de 1840 la salud de Varela estaba empeorando; nunca se había adaptado el clima extremo de Nueva York y sus problemas respiratorios eran cada vez más graves. Entre 1847 y 1849 experimentó debilitantes ataques de asma, viajó varias veces al sur para recuperarse y luego poder volver al norte con renovado vigor, reanudando su habitual gira de llamadas, visitas, confesiones, etc., pero no conseguía frenar el empeoramiento, por lo que en 1850 decidió mudarse a San Agustín en Florida, donde había vivido de niño.
En Florida se instaló en una pequeña cabaña de madera adyacente a la escuela de la catedral, viviendo en la enfermedad, en la oscuridad y en una pobreza paralizante. Un grupo de amigos cubanos se enteró de su difícil situación, recogió una gran suma de dinero y envió el regalo a Varela, pero descubrieron que la ayuda llegaba tarde pues el buen sacerdote falleció el 25 de febrero de 1853.
Las calles del bajo Manhattan que recorrió hace dos siglos serían irreconocibles para Varela hoy, pues el área más querida por sus cuidados pastorales ya no está ocupada por irlandeses, sino por miles de inmigrantes de China, Corea y de otras partes de Asia; de hecho, la parroquia fundada por él se encuentra hoy en el centro del Chinatown y en ella se celebra la misa en mandarín y cantonés. De todos modos, todavía existen las dos parroquias que lo reclaman como benefactor. Su luz brilla todavía allí y en su querida patria, y toda la Iglesia lo recuerda como sacerdote de vida santa, declarado Venerable el 14 de marzo de 2012 por el Papa Benedicto XVI.