Hay momentos en la vida en que ser fieles implica romper un compromiso previo. Quizá no hay nada más doloroso. Quizá no hay nada más honesto.
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Como cualquier elección libre, ser fiel también escoger y dejar otras cosas, otras opciones. Si lo pensamos bien, continuamente estamos haciendo este ejercicio, desde las cosas más pequeñas hasta las más grandes que, por suerte, se nos presentan una o dos veces en la vida.
Fidelidad proviene de la raíz latina ‘fidelitas’, que tanto tiene que ver con la fe, con la confianza. La fidelidad, en su raíz más honda, no nace de un deber ético ni de una exigencia de rectitud moral con aquello con lo que has contraído un compromiso. Y cuando la fidelidad se sustenta en eso, es un deber, acaba quebrándose o quebrando a otros. A veces se nos olvida.
Fidelidad inalámbrica
En el Antiguo Testamento la ’emunah (fe) deriva de la misma raíz que verdad (’emet). Y esa raíz común (‘mn) significa estar seguro, firme, sólido. La fidelidad más honda, la fe en algo o en alguien, expresa y confiere consistencia, firmeza, solidez y, por lo mismo, también confianza, sinceridad, sentirte seguro en el otro con verdad. Quizá la belleza está en que somos fieles cuando nos fiamos y cuando somos capaces de ser verdaderamente nosotros mismos.
En estos días hemos celebrado las Bodas de Oro de mis padres. 50 años. Y no es una historia de amor sin fisuras, ni dudas, ni baches, ni dificultades. Es una historia de amor real: torpe, tosco, precioso, humano. Y fecundo. Porque el amor fiel es fecundo siempre. Y nunca está en el mismo lugar, va caminando con la vida, eligiendo en cada momento si seguir por el sendero o rodear la montaña.
Y pensaba que la fidelidad tiene una dosis enorme de apuesta, de riesgo, de juego, de idas y venidas entre perder y ganar. Y una dosis enorme de fecundidad, de vida. Por eso nos ayuda celebrarla. Por eso necesitamos recuperar la fidelidad como un valor en sí misma: merece la pena ser fiel, aunque aparentemente perdamos, porque en el fondo será una ganancia. Merece la pena rastrear en cada uno de nosotros esas vetas de fidelidad que nos sostienen y hacen más firmes y más verdaderos. Y más humanos, sin duda. Porque allí donde somos fieles, no mentimos, no nos engañamos, ni siquiera tenemos que esforzarnos por serlo.
¿Sabías que WIFI significa justamente “fidelidad inalámbrica”? (“Wireless Fidelity”). Y mirando a mis padres y a tantos otros en distintos modos de vida, sus luchas y sus deseos y su amor tan imperfecto como real, pensaba que el mundo sería mucho mejor si pudiéramos generar una red de fidelidades compartidas que nos permitiera vivir con cobertura suficiente para acceder al otro, a la realidad, a la vida, a Dios, a uno mismo, y a todo lo que realmente merece la pena amar. Sin cables que nos limiten el movimiento. Sin hipotecas. Sólo la verdad que nos confía. Para toda la vida.