Un año más, cerramos el curso escolar celebrando las fiestas de graduación.
Un año más, me pregunto, ¿qué se llevan nuestros chicos?
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No puedo negar que, durante sus años de escolarización, les hemos ofrecido un espacio que “cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce el patrimonio de la cultura conquistada por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional, y fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición” (GE 5). Si Dios es belleza, bondad y verdad, mucho de Dios les hemos transmitido.
Sal y luz
Más dudas me genera si hemos conseguido educar futuros adultos con los mimbres suficientes para ser sal y luz en este mundo tan necesitado de ambas cosas; o si les hemos enseñado a buscar ante todo el Reino de Dios y su justicia o, por el contrario, les hemos condenado a una formación orientada a pensar en el qué comeré o con qué me vestiré; o si se llevan sus mochilas llenas de “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia y dominio de sí” (Gal 5,22).
Lo cierto es que, cuando los alumnos, trajeados, suben al escenario de la graduación, entre anécdotas y risas, sus discursos rezuman gratitud por los años vividos y melancolía por el final de un tiempo que les resultó plácido, reconfortante. Pareciera que en estos años “el leopardo se tumbó con el cabrito, las crías de vaca y de oso se tumbaron juntas y el bebé retozó junto a la madriguera de la serpiente” (Is 11,6). Cabe pensar, pues, que la profecía del Reino, de alguna manera, ha sido una realidad en nuestras aulas.
Conviene sacudirse el polvo.