Si algún día consiguen cargarse la misa de la tele, propongo que el hueco de la parrilla lo rellenemos con sus intervenciones parlamentarias. No en el mismo horario, por supuesto, porque nuestros mayores y enfermos no se merecen sobresaltos ni sufrimientos añadidos.
Pero ver, por ejemplo, la intervención en la Comisión de Justicia de quienes tachan las inmatriculaciones de la Iglesia de “rapiña” y “trama”; observar cómo se enredan sin pudor con los conceptos para acudir a “concordatos” que ya no existen o a un “laicismo” que no contempla la Constitución que debieran conocer; ignorar a más de un tercio de los españoles para cargarse la asignación tributaria porque no les gustan ni las sotanas ni los hábitos; o, en un rapto alucinógeno, reclamar la legislación de 1931 que permitió establecer el carácter público de 36 catedrales y más de 200 iglesias, reivindicando así la manera más torpe de afrontar “la cuestión religiosa” en España, sí tiene precio: el de abrirnos los ojos y caer en la cuenta de que, por sí misma, la dignidad que debe tener quien representa al pueblo en el Congreso no trae de serie la cualificación que pareciera pertinente para esa responsabilidad.
Eso sí, esta programación yo no la prolongaría más allá de una temporadita. Para cínicos, manipuladores y otros personajes sin demasiados escrúpulos ya tenemos las nuevas temporadas de ‘House of cards’ y ‘Juego de tronos’.
Verdaderamente, es una lástima que la única política religiosa que se sigue entendiendo en España sea la de intentar zurrarle a la Iglesia. El día en que nuestros aprendices de servidores públicos entiendan que el hecho religioso necesita de una agenda propia y comprendan su papel como el de un agente social más, que no tiene que ver solo con obispos, imanes, rabinos o pastores, sino con los millones de personas que han encontrado un sentido a su vida y tratan de vivirla conforme a ello, habremos empezado a dejar atrás algunas fijaciones impropias de una clase política europea.