Comentaba estos días con mis alumnos en clase, a propósito de la DSI, lo difícil que es ejercer la auténtica libertad de expresión. Si atendemos bien a la palabra, “ex-presar” es una acción exigente y liberadora, al modo como se dice “verdad” en griego. Algo así como hacer brillar lo que está encerrado para que supere ampliamente los muros en los que la oscuridad vence.
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De ahí que –siempre a mi entender– hablemos también sobre la importancia de la “de-liberación” como el momento racional (en sentido siempre amplio) en el que una persona deja de estar a merced del tiempo y lo cotidiano, se separa en algo de todo ello y se plantea la vida dilatadamente: capaz de aprender del pasado y recibir su verdad, capaz de mirar al horizonte y a lo que puede (incluso debería) ser, capaz de comprometerse con lo mejor, capaz de abrirse a otros y dialogar con ellos suspendiendo todo lo demás. Lo decimos en muchas ocasiones, con tono de arrepentimiento frecuentemente, al reflexionar, es decir, al pensar después-de y no antes-de, con anticipación.
Lo normal, despistados por el mundo en el que vivimos, es considerar la “expresión” como capacidad para hablar críticamente de otros, como capacidad para el enfrentamiento y la polémica (es decir, directamente venido del griego, “la guerra”) sobre todo aquello que divide, separa inciertamente, distancia y encasilla, quiebra la humanidad y sus lazos indiscutiblemente cercanos y fraternos. Sin embargo, insisto, bien atendida la “expresión” sería más bien liberar la vida desde uno mismo, a través de la palabra, a través de la razón, a través del buen diálogo.
Parresía
Uno de los relatos fundacionales de la Pascua –que volvemos a vivir en este tiempo, que queremos actualizar nuevamente, en la que verse leídos por Dios– es el comienzo de Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el evangelio de Lucas, donde los primeros cristianos pasan a ser “otros ungidos por Dios” para comunicar una Buena Noticia, tan extraordinaria e inaudita hasta el momento, que el Espíritu necesita impulsar en ellos la valentía (decimos “parresía”) para acercarse a los otros sin temor alguno, tanto con palabras como con acciones.
A esto se llama desde entonces “misión” (envío) y su objetivo no es “hablar” sin más, de cualquier modo o manera, sino “bautizar en el nombre”. Lo que todos sabemos, entonces. Que “bautizar” no es realizar un gesto sacramentalizado sobre otro y desprovisto de “misterio” (de hecho, “sacramentum” es “mysterium”), sino incorporar y reunir, fijar la vida en su misma fuente de Vida. Incorporar a Cristo es reunir en la Comunión. Y algunas veces pienso que vida y misión aquí se abrazan de tal modo que todo intento por separarlas es destruir o corromper una de ellas. Aunque esto último puede ser solo expresión personal. O no.
La Pascua, contemplada y vivida desde este lado, tiene un componente fortísimo de Espiritualidad, que escribiría mejor con mayúsculas para subrayar la presencia del Espíritu en todo esto. Quien anima, Quien vivifica, Quien impulsa, Quien mueve. También Quien re-anima incansablemente, Quien re-vivifica desde la muerte, Quien re-impulsa desde los cansancios, Quien re-mueve y ordena. Leer los Hechos en clave de Espiritualidad tiene poco que ver con el encerramiento habitacional y mucho con una intemperie encarnada. Siempre, diría yo, el Espíritu unge porque cristifica, al modo como Jesús es el Cristo confesado por los cristianos.
Contemplar la belleza del mundo nada tiene que ver con una situación estética cómoda y disfrutona de la vida, sino con el deseo de Dios que recorre la historia de la salvación y del que decimos ser parte. La Pascua anticipa y dona vida re-novada, lo diferente que solo puede venir de Dios y que, sin embargo, emparenta tan bien, tan bien con lo que realmente sabemos que somos: a su imagen y semejanza.
Expresar, lo que expresar dicho en cristiano, se debería expresar pascualmente precisamente eso: tal dignidad humana como hijos de Dios, que solo quepa agradecerla y celebrarla, que solo quepa cuidarla y verla allí donde quizá nadie más tiene ojos tan de confianza y esperanza como para reconocerla. Si algo deberíamos los cristianos, pienso yo, que repetir continua y permanentemente es precisamente el mismo nombre desbordante de Dios, o el mejor nombre que tenemos: Amor. Del resto, “no nos llevaremos nada” (Sal 49).