Mi casa, mis seres queridos, mi trabajo, mis ahorros, mis costumbres… Todo parece sólido. En torno a todo ello organizo mi vida. Pero de repente, hasta la calle por la que paso todos los días, que parece que siempre estuvo y que siempre estará, desaparece arrastrada por la fuerza del agua. Y mi casa se derrumba, mis seres queridos desaparecen y nada es lo que era. Ni tan siquiera yo soy lo que era. Y nos sentimos “como aquel hombre necio que edificó su casa en arena (Mt 7,27), y nos despertamos sin saber que pasa chupando un palo sentado sobre una calabaza” que cantara Serrat.
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Vivimos alimentados por la soberbia de la vida occidental, donde todo parece funcionar, donde todo está ordenado, donde todo es previsible porque ya está previsto. Nadie espera que el autobús no pase, que la escuela cierre, que falte aceite en el supermercado o que la calle se desgaje como tierra seca.
Sal 137
¿Cuántas veces nos hemos despertado chupando nuestro palo llorando junto a los majestuosos canales de esta nuestra Babilonia? (Sal 137).
Y es que tuvimos una casa y una riada se la llevó; tuvimos un hijo y murió; tuvimos una madre y ahora no nos recuerda; teníamos un país y alguien decidió bombardearlo; tuvimos un amigo y dejó de querernos; tuvimos un enemigo y decidió difamarnos; tuvimos un sueño y se ahogó en el mediterráneo; tuvimos pareja y decidió abandonarnos; tuvimos un jefe que prefirió prescindir de nuestro servicio; tuvimos salud, y también se esfumó.
Mientras en los pueblos de Valencia buscan retornar a la normalidad entre el fango; mientras en Gaza insisten en quererse entre los escombros; mientras un amigo sobrevive a los ataques de un periodista y otro supera en un hospital los ataques que recibe de su propio cerebro, escucho a Sting cantando “On and on the rain will say how fragile we are”.
Conviene sacudirse el polvo.