Era la acción de gracias del 350º aniversario de la Hermandad de Jesús. Al finalizar la celebración, cuando estaba entre los cofrades y las personas que habían venido a la Eucaristía, se me acercó una mujer joven, con una mirada profunda y una cadencia en sus palabras cargadas de ternura. “La Iglesia –me dijo– debe acoger a los diferentes, mi hijo lo es”. Me quedé mirándola a los ojos. “No me quejo de nuestra parroquia, mi niño viene a la catequesis con los demás niños y la catequista sabe acogerlo y entenderlo”.
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Hablaba del autismo, condición neurológica que hace que los que la padecen perciban el mundo de una manera diferente. En mi parroquia recuerdo a un niño, en catequesis de comunión, con serias dificultades en la comunicación y siempre agarrado a su dinosaurio de plástico. La catequista, María Jesús, maestra de educación especial, sabía cómo conducirlo y los demás niños también le acogían entre ellos. Siempre que en los grupos de la parroquia participaba una persona diferente era seguro que crecían en comprensión, respeto y aceptación.
Sé que en alguna parroquia, ya sea al sacerdote o a algún catequista –no por intentar excluir a nadie–, les descoloca la presencia de estas personas diferentes al resto de los participantes, porque no saben qué hacer con ellas. Así me lo refería un catequista. Incluso, invitan a sus padres a que les impartan la catequesis en casa. Pero hay que contemplar la mirada de una madre o de un padre y ponerse en su lugar. Todos somos hijos de Dios y merecemos el mismo trato y, cuanto mayor sea la dificultad, más volcados debemos estar en ellos. Estas personas con diversidad funcional tienen todo el derecho de participar en la vida de la parroquia y de la Iglesia, con sus condiciones que afectan a su capacidad física, sensorial, intelectual o psicosocial, y hemos de recibirlos con los brazos abiertos. Muchas congregaciones religiosas saben de lo que hablo, porque nacieron justamente con este espíritu y carisma samaritano.
Todos habitamos en discapacidades
La Iglesia es peregrina, pero sin dejar de mirar en las cunetas de la vida. No podemos pasar de largo buscando la falsa perfección, todos habitamos en discapacidades, sin tener en cuenta a los demás, a los diferentes, a los que no son como la mayoría masificada, a los que no responden a los estándares impuestos, a los que han venido al mundo con una sensibilidad distinta. “¿Cómo se llama tu hijo?”, pregunté a la madre. “Francisco”. No pude por menos que pensar que “en la Iglesia cabemos todos, todos, todos”. ¡Ánimo y adelante!