“Causa impacto mundial y nosotros queremos ponerlo bajo un celemín”. El obispo está aún bajo el efecto del histórico discurso que Francisco ha pronunciado al recibir el Premio Carlomagno. Pero también por la gira hispana del cardenal Müller apostillando la Amoris laetitia. Una tournée que está dando mucho juego, más allá, por ejemplo, de buscar las siete diferencias faciales del arzobispo Osoro en la conferencia que el prefecto de Doctrina de la Fe pronunció en Madrid de cuando él mismo presentó la exhortación apostólica en la sede de la Conferencia Episcopal unas semanas antes.
La gira del purpurado alemán supone la salida del armario del cabreo más o menos soterrado que se palpa en las últimas reuniones que, en Permanente o Plenaria, han mantenido los obispos. La calle Añastro (dado que Madrid ya tiene su Paseo de los Melancólicos) va camino de convertirse en la Travesía de los Nostálgicos, por donde transitan quienes ya están un poco aburridos de tanta la alegría del Evangelio, de tanta misericordia por aquí y acogida por allá, y de quienes creen que con la desesperanza estábamos mejor, más en el medio natural de quienes tienen atornilladas en el argumentario las imágenes del valle de lágrimas y el hemos nacido para sufrir…
No importa demasiado que Bergoglio haya devuelto algo parecido a la esperanza a muchos que ya no pensaban encontrarla en la Iglesia y la buscaban a tientas por sus propios medios. Ni siquiera que este hombre se haya convertido en la única esperanza incluso para quienes confiesan otra fe, como los refugiados que se trajo de Lesbos o a quienes puso como destinatarios de esa Europa soñada por él. Algunos han decretado que esa esperanza es sospechosa. Y en eso no están solos: coinciden con los lefebvrianos.
En el nº 2.988 de Vida Nueva
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