Ayer Jorge Bergoglio cumplió 86 años. Y lo hace rompiendo paradigmas. Entre muchos, menciono sólo tres, relacionados con su liderazgo: edad, salud y estilo.
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En un mundo dominado cada vez más por los millennials, que un señor con más de ocho décadas a cuestas, y ya cercano a las nueve, gobierne una estructura tan numerosa y extendida por todo el mundo no puede menos que sorprender.
Y llama la atención que, pese -o gracias a- su edad, el papa Francisco le haya imprimido un sello de dinamismo y transformación a su encomienda al frente de la Iglesia Católica, propio más bien de jóvenes. Sus llamados al cambio, a la alegría, a arriesgar con metas claras y precisas, a respetar la naturaleza, lo han convertido en un personaje que, para nada, podría ser llamado anciano.
El paradigma, entonces, de la juventud cronológica como única poseedora de fuerza y vitalidad ha sido superado por un viejito más enérgico que muchos mozalbetes, y sigue manteniendo una intensa agenda de compromisos y viajes.
Pero a los calendarios hay que sumar las enfermedades, que no serían propias de un dirigente cuya salud es fundamental para liderar con mano firme a esta institución religiosa tan compleja y, por lo mismo, necesitada de alguien en el timón con facultades íntegras.
Pero Francisco de Roma no sólo ha padecido de serias enfermedades desde su juventud -perdió una parte de un pulmón-, sino que el año pasado fue sometido a una cirugía de colon. A esto agreguemos que, desde hace meses, tiene que trasladarse en silla de ruedas, a causa de un severo dolor de rodilla. El dirigente, entonces, de la Iglesia Católica tiene una discapacidad que le impide caminar.
El prototipo del jefe que nunca se enferma, que goza de excelente salud, y que desconoce los intrincados protocolos médicos -consultas, estudios de laboratorio, diagnósticos, intervenciones quirúrgicas, convalecencias, etc.- no se aplica en él.
Pero es quizá su estilo de liderazgo lo que más ha impactado, y que ha resultado más distante de los pontífices anteriores. Y es que nos habíamos acostumbrado, no obstante la sencillez de Wojtyla y Ratzinger, a figuras demasiado serias, formales y hasta lejanas.
Bergoglio, desde el primer día en que se convirtió en el papa Francisco, ha actuado con una naturalidad no propia en estadistas con tales responsabilidades. Su pobreza no es fingida, y mantiene la austeridad de un religioso, combinada con una sonrisa que no se le conocía en Buenos Aires. Tiene afirmaciones, desplantes y gestos que lo acercan, lo vuelven cálido, y no duda en dejarse llevar por el llanto.
El ejemplo del conductor serio, adusto, casi molesto, que priva en muchas instituciones no se aplica en este personaje, cada vez más necesario en un conglomerado religioso que no alcanza a dejar atrás sus viejas maneras, para asumir las nuevas que él propone.
No obstante su edad, sus limitaciones físicas y su estilo de liderazgo más bien disonante, tenemos Papa para rato.
Pro-vocación
He participado en varias reuniones navideñas o decembrinas -en México, Estado laico, esta expresión es la políticamente correcta-, y veo con agrado que en todas ellas hemos pedido posada. Siento que, más allá de cumplir con un protocolo tradicional, hay en muchas personas el deseo de vivir el evento en su sentido original. Celebro la fiesta y la alegría, pero también nuestra capacidad para asumir lo que en realidad se celebra: el nacimiento del Niño Dios.