El Papa del fin del mundo
Pocos meses después de su elección en él, según corren los tiempos actuales, ya lejano 2013, algunos comenzaron a hablar de la que denominaron “Iglesia de Francisco”. Unos lo hicieron para alabar al nuevo Papa, otros, en cambio, para criticarlo.
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A unos y otros, sin embargo, los unía la misma percepción: con el Papa Francisco se impondría lo que su predecesor Benedicto XVI había llamado la “hermenéutica de la discontinuidad o la ruptura” respecto a la interpretación del Concilio Vaticano II y a la Iglesia del pre Concilio (Discurso a la Curia Romana, 22.XII.2005). En síntesis, el Papa venido “del fin del mundo” cambiaría radicalmente la Iglesia. Personalmente, eso de “la Iglesia de Francisco” me traía a la mente las discordias entre los cristianos de Corinto que andaban diciendo: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo…», a quienes el apóstol de los gentiles ruega que no haya divisiones entre ellos (1Cor 1,10-12). Discordias que no tenían razón de ser en el siglo I, ni tampoco en el 2013 ni ahora, porque como sigue diciendo el apóstol: «¿Está dividido Cristo? ¿Fue crucificado Pablo por ustedes? ¿Fueron bautizados en el nombre de Pablo?» (v. 13). En efecto, como Cristo es uno, la Iglesia Católica también es una. De modo que el mismo Papa Francisco lo dijo, con palabras sencillas, cuando le preguntaron qué pensaba sobre algún asunto de bioética: «soy hijo de la Iglesia, pienso lo mismo que la Iglesia».
En consonancia de sus predecesores
Han pasado nueve años desde entonces y los hechos demuestran que nuestro actual pontífice ha optado, como no podía ser de otra manera, por la “hermenéutica de la reforma”, es decir «de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia», para usar las palabras de su predecesor en el discurso antes citado. Una renovación que, como el mismo Papa Bergoglio lo ha dicho varias veces, no se la ha inventado él sino que responde a los pedidos formulados por los cardenales en las congregaciones previas a su elección. Pedidos que, por lo demás, estaban en consonancia con los deseos y lo que ya habían comenzado a hacer san Juan Pablo II y Benedicto XVI gracias a los pasos previos dados por los santos Juan XXIII y Pablo VI. En efecto, en su discurso de apertura del Vaticano II, el Papa Bueno ya dijo que una cosa es el depósito de la fe, es decir las verdades substanciales de la doctrina, y otra el modo como estas se expresan. Y el Papa Wojtyla hace ya cuarenta años nos convocó a la nueva evangelización, que como todos sabemos no está llamada a ser nueva en la doctrina sino en su método, en su ardor y en sus formas de expresión. Francisco, entonces, encarna muy bien estos deseos y esa continuidad, aportando al camino de la Iglesia su propio estilo y la visión de la periferia geográfica de la cual procede y de las periferias existenciales con las cuales ha tenido cercana relación en su larga trayectoria pastoral, primero como sacerdote y después como obispo.
Desde esa perspectiva, y aun a riesgo de simplificar las cosas porque el espacio no permite entrar en detalles, resultaría válida la siguiente aproximación al magisterio de los tres últimos pontífices: San Juan Pablo II que, como lo dijo en varias ocasiones se autocomprendió como llamado a aplicar las enseñanzas del Concilio Vaticano II, en su largo y prolífico pontificado nos legó innumerables documentos, discursos, etc. en los cuales desplegó el “abanico” que estaba ya presente en los documentos conciliares. Benedicto XVI, por su parte, dio un siguiente paso, casi como una síntesis, atrayendo nuestra atención a lo más esencial de la doctrina cristiana: las virtudes teologales, a las cuales dedicó sus principales documentos (Deus caritas est, Caritas in veritate, Sacramentum caritatis, Spe Salvi) y el Año de la Fe, cuyo documento conclusivo, Lumen Fidei, dejó prácticamente listo y fue publicado por su sucesor. Francisco, por su parte, nos va enseñando y guiando en la aplicación concreta, en la vida cotidiana de los cristianos, de la siempre vigente doctrina católica, actualizada por sus predecesores y por él mismo en atención a situaciones que en los últimos años han ido cobrando mayor relevancia sobre todo en el campo de la doctrina social de la Iglesia (ecología, migrantes, etc.). El famoso protocolo de Mateo 25, al que con frecuencia hace referencia, es un ejemplo de esa aplicación concreta.
Algo similar podríamos decir de la sinodalidad, el ecumenismo, el diálogo interreligioso y cultural, la reforma de la Curia Romana, la renovación de la vida consagrada, el modo de abordar los casos de pedofilia al interior del clero y ciertas enfermedades que afectan a diversos sectores de la Iglesia, como el clericalismo, la rigidez, el gnosticismo, el peliagianismo, etc. Francisco los afronta hoy en continuidad con los pasos dados por sus predecesores y, de esa manera, la nave de la Iglesia continúa surcando los mares de este mundo asistida por la fuerza del Espíritu Santo y bajo la sabia guía del sucesor de Pedro.
¡Larga vida al papa Francisco!
Por Mons. Javier Del Río Alba. Arzobispo de Arequipa – Perú. Miembro de la Academia de Líderes Católicos