Si los expositores de los quioscos y tiendas de souvenirs de Roma tienen al menos el mismo valor demoscópico que las encuestas preelectorales en Estados Unidos, se permitirá interpretar que la apabullante cantidad de calendarios con la imagen de Francisco certifica su enorme popularidad. Si, además, queremos otorgarle la misma credibilidad a la opinión sobre las bondades de este Papa a un grupo de españoles pobres participante en el Jubileo con las personas excluidas que a la de los votantes de Trump sobre sus promesas electorales, Bergoglio vendría a ser como el único garante hoy día de la dignidad de los últimos en medio de un totum revolutum planetario.
Frente al tirón del que goza entre la gente de la calle, cada vez es también más evidente la soledad del Papa en el concierto internacional. Y la victoria de Trump, imposible sin el voto católico, por otra parte, no invita al optimismo.
Con una Europa lamiéndose su propio desconcierto, Francisco se ha convertido en un auténtico outsider, un hombre que esgrime implacable el Evangelio contra un sistema “terrorista” basado “en el control global del dinero”. Su discurso en el Encuentro Mundial de Movimientos Populares ha sido una declaración de intenciones para un “proceso de cambio” que ofrezca al mundo “una alternativa humana” al trumpismo de todo signo que se avecina.
Igualmente contracultural cuando los populismos invocan, borrachos de tecnología, su particular muera la inteligencia, es la invitación que les ha hecho a estos movimientos en favor de una política de altura, creativa, con un “discernimiento colectivo” que se convierta en “acción transformadora”. Ahí es nada.
Y mientras el mundo está pariendo esta nueva era llena de incertidumbre, cuatro cardenales –ignoro su valor demoscópico– le piden cuentas al Papa por presunto maltrato a la Tradición. No consta que los purpurados hayan usado la misma fórmula de denuncia cuando, no hace tanto, algunos jabalíes se ensañaban impunemente con el Evangelio.
Publicado en el número 3.012 de Vida Nueva. Ver sumario
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