No son uno ni dos. Embelesados por Francisco, tres años después de aquel saludo desde el balcón de la logia de San Pedro que fue toda una declaración de intenciones, la constancia de resistencias internas y lo que se entiende como desesperante lentitud en la toma de decisiones que se consideran fundamentales, están despertando un temor a que sus reformas se queden en una refrescante tormenta de verano antes de que vuelvan los calores del rigorismo. Les gusta lo que oyen pero creen que ya es tiempo de más que palabras. En el fondo, es el miedo a despertar de un asombro
¿Pero es irreversible lo que vemos y oímos? Hasta el momento, una exhortación apostólica, una encíclica y una bula decretando el imperio de la misericordia. A la espera de la exhortación postsinodal, esa es la simiente doctrinal con que Bergoglio ha sembrado este trienio. ¿Es suficiente para apuntalar el armazón de esta forma de ser y hacer Iglesia? No hay que olvidarse de las decenas de discursos en sus inmersiones sin botella de oxígeno en los vertederos del mundo, palabras que ensanchan el ánima. Ni de esas cargas de profundidad que salen de las milimetradas eucaristías de Santa Marta.
Ambas están operando como un tratamiento a base de reconstituyentes para un espíritu dolorido y adormecido. Con ellas ha decapado una forma de vivir el Evangelio, recuperando un color olvidado. Si al fin y al cabo solo fuese un chaparrón, habría ahí sustrato suficiente para resguardar la esperanza de la próxima glaciación. Pero quiero pensar que ver a un obispo leyendo en el AVE el libro Víctimas de la Iglesia (PPC), donde se habla de los abusos sexuales en España, es síntoma de que las reformas, aunque lentas, van en alta velocidad, aunque apenas acabemos de salir de la estación de no retorno.
En el nº 2.980 de Vida Nueva
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