‘Fratelli tutti’ ha despertado entre los católicos que abogan por una Iglesia en el mundo y para el mundo la misma emoción que suscitó el Concilio Vaticano II. La renovación no significa infidelidad a la tradición, sino una “fidelidad creadora”, como la que exaltó Emmanuel Mounier, que interpreta el pasado desde una perspectiva inteligente y flexible. Si la tradición solo es repetición, pierde su fertilidad, anquilosándose en una literalidad empobrecedora. La tradición debe ser algo vivo, una inspiración, un nuevo paso hacia un mundo menos injusto y desigual.
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‘Fratelli tutti’ vivifica el Evangelio, subrayando su potencial liberador. Es una carta encíclica tan extraordinaria como ‘Pacem in terris’, de Juan XXIII, o ‘Populorum progressio’, de Pablo VI. En ‘La perspectiva cristiana’, Julián Marías evoca las jornadas del Concilio Vaticano II, señalando el clima de fervor e ilusión que se respiraba entre los asistentes, ilusionados por el inicio de una apertura ecuménica ajustada al espíritu de los tiempos.
Honda alegría
Yo he experimentado la misma alegría, leyendo ‘Fratelli tutti’, una carta sin retórica clerical y con un propósito clarificador. No está escrita tan solo para los católicos, sino para todos los que contemplan el mundo con preocupación, buscando la forma de sanar sus heridas. No es dogmatismo estéril, sino una llamada a la fraternidad y la concordia, lejos de cualquier planteamiento sectario o excluyente. Palabra viva, palabra que intenta ser un bálsamo para los que sufren y han perdido la esperanza.
‘Fratelli tutti’ invita a amar a “cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar donde haya nacido o donde habite”. Francisco ha escogido una expresión de san Francisco de Asís para titular su carta encíclica porque “sembró paz por todas partes y caminó cerca de los pobres, de los abandonados, de los enfermos, de los descartados, de los últimos”. Siempre eludió la confrontación, la violencia, practicando la humildad y la sencillez, incluso con los que no compartían su fe.
Entendió que solo es posible ser padre, ayudando a los otros a ser ellos mismos, tal como señala Eloi Leclerc, profesor de filosofía, ensayista y religioso franciscano. “Los sueños se construyen juntos”, afirma el papa Francisco. El individualismo siempre es baldío. El ser humano es una persona y, como tal, solo puede desarrollarse y realizarse en el seno de una comunidad, pero siempre debe permanecer abierto, evitando caer en el ensimismamiento.
Sin fronteras
La familia humana no conoce fronteras. Vivimos en un tiempo marcado por una extraña paradoja. Como ya apuntó Benedicto XVI, “la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos”. Apenas conocemos a los otros, pero a veces los detestamos por ser diferentes. En ese escenario, prospera el descarte, alegando criterios de utilidad y eficacia. Se enjuicia al hombre como si fuera una cosa. Se despilfarran recursos mientras los más infortunados sufren toda clase de penalidades. Se aparta de la sociedad a los ancianos, privando a los más jóvenes de la oportunidad de aprender de su experiencia. Solo unos pocos se pronuncian a favor de los más frágiles y vulnerables.
Las mujeres se encuentran entre las víctimas más agraviadas, pues soportan a la vez exclusión, maltrato y violencia. Las distintas formas de esclavitud de nuestro tiempo (trabajo infantil, prostitución, explotación laboral) conciben al ser humano como un medio, nunca como un fin. Se levantan muros en las fronteras y en los corazones para impedir el paso de los que huyen de la guerra y la pobreza. Ante el escándalo de la muerte de millones de niños por desnutrición, hambre y enfermedades que ya se han erradicado en los países ricos, “reina un silencio internacional inaceptable”.
Para superar ese horizonte, hay que sustituir la “cultura del enfrentamiento” por la “cultura del encuentro”. Nadie se salva solo. Todos necesitamos la solidaridad de nuestros semejantes. La libertad de mercado no repara en estas cuestiones. Solo le interesa el beneficio.
Cultura del enfrentamiento
La “cultura del enfrentamiento” adquiere una dimensión particularmente dramática con la xenofobia y el racismo. Nadie se atrevería a decir que los inmigrantes ahogados en el Mediterráneo no son humanos, pero, “en la práctica, con las decisiones y el modo de tratarlos, se expresa que se los considera menos valiosos, menos importantes, menos humanos”. Se ha inhibido la “responsabilidad fraterna” y se ha impuesto la indiferencia ante el lenguaje del rostro, que siempre nos interpela, reclamando respeto y dignidad.
Las ideologías han regresado, silenciando el pensamiento crítico, y el odio y el fanatismo no cesan de propagarse, incluso entre los cristianos. Urge aprender a escuchar al otro. Francisco propone como modelo a san Francisco de Asís: “Escuchó la voz de Dios, escuchó la voz del pobre, escuchó la voz del enfermo, escuchó la voz de la naturaleza. Y todo esto lo transforma en un estilo de vida. Deseo que la semilla de san Francisco crezca en tantos corazones”.
‘Fratelli tutti’ recuerda el valor de todas las culturas. Todas aportan su creatividad al mosaico humano y no deben renunciar a sus peculiaridades para copiar el estilo de los países ricos. La prosperidad material no es sinónimo de excelencia. Ningún pueblo debe renunciar a sus raíces, pues no hay “peor alienación” que perder los vínculos con la propia tradición. Francisco pide que los países ricos acojan al extranjero. Tanto el Antiguo Testamento como el Evangelio reclaman generosidad con los que han huido de sus países, señalando que el que no ama a sus hermanos “camina entre tinieblas” y “permanece en la muerte”.
Analfabetos en acompañar
En las sociedades desarrolladas “somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles”. ‘Fratelli tutti’ recuerda que “la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro”. Todo cristiano debe imitar al buen samaritano y no a los salteadores que dejan herido a un hombre después de atracarlo. Lo cristiano no son los lienzos de seda en un recinto sagrado, sino auxiliar al que padece frío, hambre y desnudez. Francisco señala una dolorosa paradoja: “A veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes”.
Se pide a los políticos que resuelvan los problemas, olvidando que a todos nos corresponde aportar algo: “Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas”. Francisco lamenta consternado que la Iglesia no siempre haya estado a la altura de los tiempos, tardando tanto tiempo en “condenar contundentemente la esclavitud y diversas formas de violencia”. Muchos de los errores del ser humano surgen de la tendencia a encerrarse en pequeños grupos donde reinan un interés mutuo y una afinidad ideológica. Esos círculos solo son formas disfrazadas de egoísmo. Hay que abrirse a los otros, a los que no piensan y sienten como nosotros, para crecer humanamente.
Esta actitud es inviable si no hay amor fraterno hacia el conjunto de la familia humana. “Lo primero es el amor –afirma el Papa–. Lo que nunca debe estar en riesgo es el amor. El mayor peligro es no amar”. Hay que acoger e incluir en la sociedad a los “exiliados ocultos”, entre los que se encuentran las personas con discapacidad y los ancianos, segregados de la sociedad por ser considerados improductivos. Si solo valoramos a las personas por su eficacia y utilidad, el prójimo quedará reducido a simple “socio”. El hombre dejará de ser un fin para devenir medio. No se podrá hablar de fraternidad universal mientras haya una sola persona descartada.
El pecado estructural
El pecado no es algo meramente individual. También existe un “pecado estructural” que excluye del trabajo y la vivienda a millones de personas. La pobreza muchas veces es consecuencia del egoísmo de una minoría acaparadora. Francisco apoya su razonamiento en citas de san Juan Crisóstomo (“no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos”) y san Gregorio Magno (“cuando damos a los pobres las cosas indispensables, no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo”).
Igual que san Óscar Romero e Ignacio Ellacuría, Francisco recuerda que la propiedad privada no es un bien absoluto, sino relativo: “La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada”. El derecho a la propiedad privada es un derecho secundario frente al destino universal de los bienes creados. Los derechos de los pueblos son una prioridad absoluta y no pueden estar subordinados a la libertad de empresa o mercado.
Sucede lo mismo con el medio ambiente. De mismo modo, el pago de la deuda contraída por los países con menos recursos no puede prevalecer sobre el derecho a la subsistencia. Las deudas deben ser satisfechas, pero sin condiciones abusivas que lastren el crecimiento de un país.
En defensa de la gratuidad
La cultura del encuentro fortalece a las distintas tradiciones. Occidente debe aprender de la espiritualidad de Oriente y Oriente puede asimilar los valores que ha alumbrado Occidente para avanzar hacia la diversidad y la libertad. En todo caso, lo que debe primar en cualquier latitud no es el simple pragmatismo, sino la gratuidad, que es “la capacidad de hacer algunas cosas porque sí, porque son buenas en sí mismas, sin esperar ningún resultado exitoso, sin esperar inmediatamente algo a cambio”.
La gratuidad celebra la diversidad, lo pequeño, lo cercano. Es una virtud fronteriza, pues trasciende límites y derriba barreras. Acerca a los vecinos, convirtiéndolos en amigos. Concibe el porvenir como un proyecto común. Las leyes deben proteger la intimidad de las personas, la inviolabilidad de su hogar. El mercado no lo resuelve todo. La ley de la oferta y la demanda no garantiza la equidad ni la solidaridad. Una sociedad no puede funcionar justamente sin valores morales que soporten sus actividades. Es necesario que surjan pensadores incómodos, que subrayen la necesidad no ya de hacer políticas para los pobres, sin con los pobres.
“La ternura es el camino que han recorrido los hombres y las mujeres más fuertes y valientes”. Cuando miremos hacia atrás, debemos preguntarnos qué hemos aportado para aplacar el dolor ajeno, construir puentes y desmontar conflictos. Para eso, hay que cultivar la amabilidad, la delicadeza, el respeto escrupuloso hacia el otro: “Hay personas que lo hacen y se convierten en estrellas en medio de la oscuridad”.
Palabras que curan y fortalecen
Nuestra meta debe ser prodigar las palabras que curan y fortalecen, desechando las que humillan, marginan y entristecen. Hay que buscar la paz ente las personas y los pueblos, pero no será posible mientras subsistan la pobreza, la exclusión y la desigualdad. La Iglesia católica debe optar preferencialmente por los pobres y advertir que no habrá tranquilidad y seguridad mientras se abandonen en las periferias a millones de seres humanos, condenándolos a vivir entre el barro, la incertidumbre y el frío.
La violencia y la intolerancia no son cristianas, pero eso no significa que se deba permanecer pasivo frente a la opresión y la injusticia: “Quien sufre la injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos”. Perdonar no significa renunciar a la justicia y la reparación, pero nunca se debe caer en el rencor y la venganza. Elegir el bien proporciona alegría, incluso en la adversidad. La bondad no es síntoma de debilidad, sino de fuerza.
Ejercer la memoria personal y colectiva es una forma de bondad, pues cierra las heridas. La reconciliación es una decisión personal, no se puede imponer, pero conviene subrayar que es el camino hacia la paz interior. La reconciliación es un bien; el olvido, no: “La Shoah no debe ser olvidada”. Es una de las expresiones del mal radical. Hiroshima y Nagasaki merecen el mismo juicio.
No existe la guerra justa
El papa Francisco condena todas las formas de violencia, pero aclara que “la violencia ejercida desde las estructuras y el poder del Estado no están en el mismo nivel de violencia de grupos particulares”. Ya no es posible hablar de “guerra justa”. La guerra es la mayor injusticia que puede perpetrar el ser humano, un fracaso sin paliativos, una vergonzosa claudicación y “una derrota frente a las fuerzas del mal”. Es una agresión horrenda contra el hombre y la naturaleza. “¡Nunca más la guerra!”, clama Francisco. Ese deseo debe extenderse a la pena de muerte, siempre “inadmisible”. No es una simple declaración retórica. La Iglesia debe asumir el compromiso de promover su abolición en todo el mundo.
El Papa concluye recordando que “la Iglesia es una casa con las puertas abiertas, porque es madre”, y que católico significa, como dijo Pablo VI, ocupar un lugar allá “dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre”. ‘Fratelli tutti’ protesta contra las discriminaciones que sufre la mujer, pidiendo que el sexo no sea una barrera en ningún terreno; pero, mientras, la Iglesia sigue excluyendo a las mujeres del sacerdocio.
Se olvida que desempeñaron un papel esencial en la predicación de Jesús, acompañándole hasta el final. Mientras sus discípulos se escondían, María de Nazaret permaneció al pie de la cruz. San Juan nos narra en su evangelio que María de Magdala fue la primera persona que se encontró con Cristo resucitado, tras descubrir que el sepulcro estaba vacío. Los integristas invocan la autoridad de la Escritura para oponerse al sacerdocio femenino, ignorando que el Evangelio muestra claramente que las mujeres fueron apóstoles más fieles que los hombres, acobardados por la captura y ejecución de Jesús. Si la Iglesia católica no se renueva, corre el riesgo de convertirse en un fundamentalismo antidemocrático.
La Iglesia debe democratizarse
‘Fratelli tutti’ es un gran paso, pero hace falta llegar más lejos. La Iglesia debe democratizarse, deslindándose de los movimientos que sueñan con volver a Trento. Se juega su prestigio y su porvenir. La fidelidad al Evangelio no consiste en mantener vivos los prejuicios del tiempo de Poncio Pilatos, sino en seguir el mensaje y el ejemplo de Jesús, que se enfrentó al poder político y religioso de su época.
No murió para aplacar la supuesta ira de Dios por el pecado original, sino por amor al hombre y para que la fraternidad adquiriera una dimensión universal. Mostró preferencia por los humillados y ofendidos, por los pobres y excluidos, no por los ricos, a los que advirtió que su amor a los bienes materiales podría cerrarles la puerta del Reino.
Francisco ha escrito una gran encíclica. Los que nos hemos conmovido con su mensaje, debemos manifestarle nuestro apoyo para que llegue más lejos, acabando con cualquier forma de exclusión o marginación en el seno de la Iglesia, una mesa que convoca a hombres y mujeres por igual para compartir el pan, el vino y la esperanza de un mundo fraterno y solidario.