Freud se sube a la cabalgata


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La luz que en últimamente guía a los Reyes Magos en su tránsito por algunas ciudades y pueblos españoles tiene que ver más con la polémica que con la acción de gracias. Dos mil años de cristianismo no se han librado de adherencias que, en ocasiones, hacen difícilmente comprensible el mensaje, pero el ritmo deconstructivo con el que estos pegotes posmodernos se están enredando alrededor de los pies de los camellos pueden hacer trastabillar una tradición que, no se olvide, apuntala sentimientos que hacen crecer y creer a los pequeños en la bondad.

La interesada polémica sobre la carroza de drag queens, el secuestro del Niño Jesús del Belén vaticano a manos de una joven despechugada, las pretendidas santas cofradías vaginales… son más que una burda provocación que no mide mucho los daños colaterales.

Más allá de una cutre programación, late en esas manifestaciones chonis un irresoluto problema que los adolescentes conocen bien: la necesidad de matar freudianamente al padre para seguir uno su propio camino, aunque no sea el que le hubiera gustado a papá.

Subir a Freud a la caravana de los Reyes debería tener, al menos, la reparadora consecuencia de liberarse de una vez de la necesidad de tener que andar matando al padre cada vez que un paso religiosos asoma a la vuelta de la esquina.

La Iglesia, no sin dificultad, todo hay que decirlo, está revisando su relación con el mundo de la homosexualidad y las nuevas manifestaciones que lo circundan. Desde estas realidades, que reclaman su lugar en el mundo, deberían hacer igualmente el ejercicio de reflexionar sobre su ser y esencia, pero no a costa de un afianzamiento levantado sobre la mofa de símbolos importantes para otros. Es una excusa mediopensionista la de querer visibilizar la diversidad subida a una carroza de Navidad quien han declarado odiarla. Es como si el autobús de Hazteoír pidiese formar parte de la caravana del Día del Orgullo Gay. No se entendería. Pues eso.