Una de mis pasiones es el cine. Me encanta contemplar historias, introducirme en el drama de otras vidas que, aunque sean ficticias, se parecen y tienen mucho en común con las nuestras propias. Disfruto viendo películas de autor, de esas menos comerciales que no todo el mundo aprecia, pero, si voy acompañada, prefiero no imponer estos gustos tan poco habituales y dejar que las demás personas escojan el filme. Esto justifica que el otro día fuera a ver ‘Frozen II’.
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Reconozco que, a mis cuarenta años, jamás hubiera elegido esa película. Con todo, salí gratamente sorprendida, al descubrir intuiciones importantes en una película de Walt Disney. No quiero hacer un spoiler, pero en ese largometraje para niños se recoge un mensaje válido para todas las personas. Se habla de transformaciones, del miedo que nos provoca salir de nuestra situación de confort y, sobre todo, de cómo el amor es lo único que permanece en medio de tantos cambios.
Quizá nunca nos veamos empujados a atravesar bosques encantados ni debamos enfrentarnos con los elementos de la naturaleza, pero todos tenemos que enfrentarnos a la verdad de nuestro pasado, reconocer nuestra verdadera identidad y acoger quiénes somos ante otros y ante Otro para ocupar nuestro lugar en el mundo. El mensaje siempre es lo importante, aunque el envoltorio sea el de una película infantil.