Una de las cosas que más me costó cuando dejé de vivir en Bilbao y empecé a hacerlo en Madrid fue la meteorología. Habiéndome criado entre lluvias y nubes, me parecía absolutamente incompatible que pudiera hacer frío y, a la vez, que el cielo estuviera despejado. Aquello que había experimentado desde niña me hacía cortocircuito mental con el hecho de sentir un frío intenso, mientras lucía un sol más brillante que el que puede haber en el mejor de los días durante el mes de agosto en Bilbao. Con el tiempo fui aprendiendo que, precisamente, los días más despejados son aquellos en los que el frío es más fuerte, pues las nubes conservan el calor de la tierra. Como el clima en Granada es muy parecido al de Madrid, cada invierno sufro esa paradoja de que los días más fríos sean los menos nubosos.
- OFERTA: Conviértete en un rey mago regalando Vida Nueva: la suscripción a un precio récord
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Creo que todos nosotros tenemos que hacer el mismo aprendizaje vital que hago cada invierno y re-aprender cómo muchas realidades, que considerábamos incompatibles, son capaces de convivir con armonía y sin conflicto. Aunque no siempre caigamos en la cuenta, podemos estar tristes y tener paz de fondo, aparentar alegría y esconder un terremoto interno, reconocernos profundamente felices en medio de infinitas dificultades o dar sensación de armonía por más que nos turben mil demonios interiores. Quien más y quien menos, nosotros también podemos dar la sensación de calidez y que, al salir al descampado de nuestra existencia, el frío se nos meta hasta los huesos.
“El sol que nace de lo alto”
Además de este necesario aprendizaje vital, también me resulta una imagen muy expresiva de cómo no hace falta permanecer en unas circunstancias cálidas y protegidas para que la luz inunde nuestra realidad. Se trata de desmentir esa falsa convicción que nos invade de que solo podremos iluminar en la medida en que nuestra existencia está libre de nubes y despejada de problemas. En el fondo, se trata de lo que celebramos en Navidad. Jesús, a quien confesamos como “el sol que nace de lo alto” (Lc 2,78), no esperó unas cálidas circunstancias para acampar en medio de nuestra historia. Por más gélida que nos pueda parecer la acogida que la humanidad hizo del Niño, Él es capaz de iluminar con su presencia nuestras oscuridades más profundas.
Quizá celebrar la Navidad en clave creyente pueda tener algo que ver con el invierno en el clima continental. Quizá esté relacionado con reconciliarnos con esas aparentes contradicciones que nos envuelven y empeñarnos en reflejar la luz de ese indefenso Niño, por más que el ambiente nos pueda parecer inhóspito y desapacible.