Cada cierto tiempo experimento una crisis de fe. La causa siempre es la misma: la insatisfacción que me produce la imagen tradicional de Dios. No me convence la idea de un Dios omnipotente, omnisciente e inmutable que se inmola en la cruz para redimir al ser humano de la mancha del pecado original. La posibilidad de heredar la responsabilidad de una falta remota atenta contra la dignidad del hombre. Un hijo nunca es responsable de la conducta de sus padres. Es algo que reconoce cualquier código legal mínimamente racional. No parece menos absurdo exigir un horrible sacrificio para redimir una transgresión. Este relato parece extraído de una mitología arcaica, no de una Buena Noticia que manifiesta el compromiso de Dios con el hombre. Los conceptos de omnipotencia, omnisciencia e inmutabilidad alejan a Dios del mundo, situándolo en una alteridad trascendente que contrasta con el fenómeno de la Encarnación, donde se acepta la fragilidad, la duda y la impotencia como aspectos de la divinidad. El misterio último de Dios desborda la razón, pero eso no significa que sea ininteligible. No en vano ha repetido la tradición que fuimos creados a su imagen y semejanza, lo cual garantiza una comprensión razonable y suficiente de lo divino. La morada de Dios no es el más allá. Dios está más acá, sumido en nuestro interior y confundido con el mundo. Por eso ha podido participar en la experiencia de la muerte, el desamparo y la vacilación.
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Cabe interpretar la muerte de Dios de dos formas. Para Nietzsche, constituye una liberación, pues arroja lejos de nosotros el lastre de la moral cristiana, que identifica la virtud con la compasión, invirtiendo el orden de la naturaleza, donde la fuerza es la única forma de excelencia. Esta interpretación abre la puerta a la utopía racial y biológica del totalitarismo nazi que engendró Auschwitz, una “obra maestra del odio”, según las palabras de Jankélévitch. Evidentemente, se trata de una perspectiva nefanda y estéril, pero hay otra interpretación de la muerte de Dios que nos lleva a una visión más humana y fructífera. El eclipse de lo sobrenatural en el mundo moderno puede entenderse como una etapa más de la revelación y no como una desgracia. La muerte de Dios nos ha librado del “Dios de la metafísica”, por utilizar una expresión de Gianni Vattimo, ese Dios que culpabiliza y castiga al hombre, exigiendo una sumisión ciega. En ‘Creer que se cree’, el filósofo italiano sostiene que la muerte del Dios de la metafísica nos ayuda a reencontrarnos con el Dios de la esperanza, que –según el evangelio de Juan- no nos considera sus siervos, sino su amigos (15, 15). Vattimo apunta que la Encarnación debe interpretarse como “una ontología del debilitamiento”. Dios se ha dado a conocer como una criatura menesterosa y vulnerable. No es una noticia paradójica, sino la culminación de un proceso donde el Dios cristiano rompe el vínculo entre la violencia y lo sagrado. Jesús no viene al mundo para aplacar la ira del Padre (o, si se prefiere, su exigencia de justicia), sino para destruir la imagen de un Dios que reclama sacrificios. “Se le mata –escribe Vattimo– porque una revelación tal resulta demasiado intolerable para una humanidad arraigada en la tradición violenta de las religiones sacrificiales”.
El Dios de la esperanza
La persistencia de la idea de Cristo como cordero sacrificial solo revela que el hombre se resiste a deslindar la experiencia religiosa del mito. Mientras esa imagen de lo divino perdure, la revelación no habrá culminado. El Dios del mito es una proyección de la voluntad del poder del ser humano. El anhelo de poder es incompatible con la ‘kenosis’ o abajamiento. Al encarnarse y situarse al nivel del hombre, Dios evidenció que no deseaba ser un señor feudal. La secularización no constituye un gesto de rebelión contra Dios, sino una restitución del sentido original de la ‘kenosis’. Nos permite independizarnos de un Dios que actúa como un absoluto arbitrario y amenazador. Una imagen de Dios que subraye su solidaridad con el hombre y no sus atributos mayestáticos puede impulsar la necesaria reforma de la Iglesia, aproximándola al modelo evangélico, según el cual los seguidores de Cristo deben constituir una comunidad de iguales, sin jerarquías ni discriminaciones. La secularización nos descarga de las infidelidades al Evangelio, devolviendo el protagonismo a las enseñanzas de Jesús, depuradas de adherencias dictadas por ambiciones ilegítimas. En ese sentido, “quizás el mismo Voltaire –escribe Vattimo– es un efecto positivo de la cristianización (auténtica) de la humanidad, y no un blasfemo enemigo de Cristo”.
La esencia del cristianismo es la caridad. La ‘kenosis’ es la expresión radical de una pedagogía divina que aún está en marcha, pues cuando Jesús cuestionó la Ley estableció la necesidad de interpretar la Escritura, incluido lo que se escribiera sobre su magisterio. Ser fiel a Cristo significa destacar su condición de amigo del hombre, sin transigir con la fantasía que lo convierte en rey. Hay que desenmascarar al ídolo que se ha construido en su nombre, desviándose de su mensaje liberador. No podemos aceptar literalmente el Evangelio ni la enseñanza dogmática de la Iglesia. Vattimo afirma que lo cristiano es “leer los signos de los tiempos, sin más reserva que el mandamiento del amor”. Dietrich Bonhoeffer se movió en esa línea, pidiendo que nos olvidáramos del ‘Deus ex machina’ que resuelve todos los problemas. Un Dios omnipotente produce perplejidad cuando se lo confronta con tragedias como la Shoah. Parece más razonable hablar de un Dios que lucha y sufre con el hombre, intentando contrarrestar los estragos del mal. El Dios omnipotente y omnisciente propicia la idolatría y la superstición, abocando al hombre a una permanente minoría de edad. Para Vattimo, Dios no es una “estructura eterna”, sino “un evento”, el origen de nuestra existencia como criaturas históricas. Es nuestro Padre y nuestra Madre. Nos pide que le amemos y eso implica amar a nuestros semejantes, que también son sus hijos. La historia no es algo deleznable, el fruto de una caída, sino un aspecto esencial de la vida de Dios, que se acerca a nosotros, pidiéndonos que renunciemos a la ira, el egoísmo y la venganza. El mundo y no una trascendencia que nos separa radicalmente de lo sagrado es el hogar del cristiano. No debemos darle la espalda a la tradición. Debemos escuchar sus enseñanzas, pero sin olvidar que la Iglesia es la comunidad viva de los creyentes y no únicamente la jerarquía eclesiástica.
La necesidad de interpretar el Evangelio para avanzar hacia una visión de Dios alejada del mito no afecta en ningún caso al mandamiento de no matar, que implica una obligación incondicional. La fidelidad a ese principio nos impone leer la Biblia desde una perspectiva crítica, rechazando mensajes tan horripilantes como el final del salmo 137: “Hija de Babel, devastadora, / feliz quien te devuelva el mal que nos hiciste, / feliz quien agarre y estrelle / contra la roca a tus pequeños”. Jesús vino a liberarnos de esa visión terrorífica de Dios que refleja los prejuicios de las sociedades arcaicas. Vattimo sostiene que el cristiano, “en lugar de presentarse como un defensor de la sacralidad y la intangibilidad de los Valores, debería actuar, sobre todo, como un anarquista no violento, como un deconstructor irónico de las pretensiones de los órdenes históricos, guiado no por la búsqueda de una mayor comodidad para él, sino por el principio de la caridad hacia los otros”. El formalismo ritual ancla la fe en el Dios trágico y mítico de la metafísica. El Evangelio es un don, pero un don que reclama una interpretación. No interpretar significa reducir la fe a un acto de disciplina. Es lo que piden los fundamentalistas, cuyo sueño es convertir la Iglesia en un ejército siempre dispuesto a luchar contra la modernidad. No es lo que parece esperar ese Dios indulgente y cercano para el cual el hombre no es un siervo, sino un amigo. La ternura es el signo distintivo del Dios cristiano. Su mensaje de fraternidad y esperanza no es anacrónico. Promueve la convivencia pacífica, solidaria y democrática, y ofrece una expectativa de justicia y reparación a los humillados, maltratados y agraviados.
Mis crisis de fe siempre se resuelven de la misma manera. Abriendo el Evangelio y leyendo el Sermón de la Montaña o la despedida de Jesús durante la Última Cena, cuando alienta a sus discípulos a amarse los unos a los otros. El Dios que aparece ahí no es ese ídolo que ha inspirado hogueras y cruzadas, sino el que murió por enfrentarse al poder del Imperio y el Templo, pidiendo que los últimos fueran los primeros e invitando a la mesa a los parias y oprimidos. Ese Dios buscó la cercanía de los pobres, las mujeres, los enfermos, y respondió a la violencia con mansedumbre. No para incitar al conformismo, sino para dejar claro que Dios desconoce la ira y la venganza. Quizás ese Dios defraude las expectativas de los que se postran y humillan ante un ídolo todopoderoso, denigrando al ser humano y al mundo, supuestamente corrompidos por un pecado mítico, pero es el único Dios en el que puedo creer, pues noto su presencia cada vez que miro a una persona hundida en el infortunio, implorando solidaridad y afecto.