Ya queda muy poco. Los días previos a Navidad parece que todo se acumula o acelera: cenas de empresa, de amigos, regalos, villancicos, luces y más luces, celebraciones… Como si la cercanía del Misterio (para los creyentes) o la cercanía de lo que sea (para el resto), acelerara la espera, el deseo, los preparativos…. aunque, ciertamente, para mucho, este jaleo previo más bien sea un estorbo.
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Dolores Aleixandre evocaba hace unos días el sentido de la navidad como “el impacto de Dios” en lo humano. Un impacto tal, que incluso públicamente, en Oriente y en Occidente, la vida civil ha quedado tocada en fechas, decoraciones, tradiciones…. Sí, cierto, para la mayoría poco tiene que ver con Jesús, pero ese impacto del encuentro de Dios con la carne del mundo, sigue llenando todo de luz y bullicio. Y me gusta pensar que es así. Como cuando sientes que algo o alguien te llena la vida de tal forma que todo es más vivo y vibrante, incluso cuando ni siquiera estás pensando en esa persona o ese proyecto. Simplemente el encuentro ha despertado en ti toda la luz y las ganas de vivir que ya te habitaban desde siempre.
“Os anuncio una gran alegría”, proclama la liturgia navideña. Y me hace pensar que esto de compartir noticias es una señal divina, es señal de encuentro. Mira con quién compartes tus buenas noticias, lo que vives… Y al revés: ¿acaso no dejas de contar lo que te pasa a aquellos con quienes no quieres tener nada en común? Podría ser un buen ejercicio navideño: ser contadores de noticias, salir de nosotros para compartir con quien realmente nos importa lo que nos pasa, lo que nos configura la vida. Cuando dejamos de contarnos, la relación se debilita, se vacía y va menguando imparablemente.
Podemos acompañarlo de otro ejercicio saludable: interesarnos por lo que les ocurre a quienes nos rodean, quienes son importantes para nosotros. Es un gesto de amor y de compromiso, que no tiene nada que ver con cotilleos ni afanes controladores. ¡Todo lo contrario! Alguien te expresa su interés cuando quiere saber qué vives, qué te ha pasado, qué temes, qué deseas, que piensas… Quien no quiere saber de ti, no te quiere. Quien no quiere contarte de sí, no te quiere. Al menos no te quiere en su vida. Con Dios eso no pasa. Parece que nos quiere. Hizo y hace todo lo posible por anunciarnos, por compartirnos su buena noticia. Porque nos quiere cerca. Porque quiere formar parte de lo nuestro.
“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, dirá el evangelio en Navidad. Nos hemos acostumbrado a estas frases. Demasiado. Pero es increíble. Siempre es increíble que alguien quiera habitar contigo, vivir entre lo tuyo. Pues nos dice esto mismo. Quizá en estos días podríamos renovar nuestro deseo y compromiso de dónde, cómo y con quién queremos habitar. No es indiferente tal decisión. No se trata de caer en cuenta de dónde, cómo y con quién estamos viviendo, sino dónde, cómo y con quién querríamos hacerlo. Habitar es mucho más que compartir piso.
Con Dios eso no pasa
Desear es profundamente humano, pero no lo es menos asumir la realidad cuando lo que anhelamos no es posible. Los deseos también pueden ser peligrosos. El ajuste a ese delicado equilibrio nos mantiene en la realidad o nos arroja a vivirla a contrapelo, dañándonos y forzando la vida a nuestro paso. Por eso es tan importante ajustar bien nuestros deseos; no se trata de domarlos o constreñirlos, pero sí de ser realistas. Y no claudicar demasiado pronto, aunque por fuera no tengamos mucha acogida. Con Dios eso no pasa. Él decidió habitar entre nosotros y lo hizo, más allá de que los suyos le recibamos o no, gocemos de la luz y la alegría natural de los encuentros navideños con Jesús o sin Él.
“Y hemos contemplado su gloria”. ¿Contemplaremos su gloria? La gloria de Dios, la ‘Shekhiná’ hebrea, es la belleza y la calidez de su presencia. Es habitar, es estar y ser quienes somos plenamente donde estemos, es hacernos presentes de tal manera que no dejemos de anunciarnos, de impactar con quienes queremos y dejarnos tocar por los demás. A veces, en las cosas importantes que vivimos acompañados, nos queda un retrogusto de soledad última: esa diferencia entre quienes de hecho te acompañan y quienes tú querrías que lo hicieran, pero no pueden estar o no quieren. Cuando este saldo es negativo, no solo sufrimos más, sino que dejamos de valorar a quienes de hecho están con nosotros.
¿Os imagináis que celebrar la Navidad supusiera un silencioso y profundo acercamiento mundial entre las personas? ¿Os imagináis volver a hablar con aquellas personas que perdimos el contacto o las ganas o la confianza porque nos decepcionaron o no supimos nosotros estar a la altura? ¿Os imagináis que esta Navidad fuéramos capaces de contarnos por dentro a quienes tenemos cerca y nos importan? ¿Os imagináis que al felicitarnos la Navidad rompiéramos la indiferencia y la frialdad que puede haber crecido con algunas personas y recomenzar a “habitarnos”? Eso sí sería un eco sagrado del impacto de Dios en el mundo. ¡Sería Gloria bendita!