Me resultan más reconfortantes las historias de reconciliación que las de venganza. Hace unas semanas, me desconcertó la noticia de a una mujer de 99 años condenada por haber trabajado como secretaria en Auschwitz. Hubiera preferido el anuncio de un abrazo entre la señora y el judío torturado.
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De manera cotidiana, contemplamos un paisaje cargado de irreconciliables.
Agradezco enormemente a Francis Coppola que nos brindase, con su tercera entrega, la oportunidad ver morir a Michel Corleone en paz, después de dieciséis años sufriendo la desazón de no poder borrar de nuestras retinas el desolador asesinato de su hermano Fredo. Gracias, Coppola.
Cuando leía el capítulo de Isaías 11 (en el que se nos anuncia un paraíso que pacerán juntos el lobo y el cordero, el oso y la vaca y que un bebé jugará con una serpiente), el texto siempre me evocaba la imagen de un mundo paradisiaco, apacible, sin asperezas ni temores. Hoy creo que el profeta quería contarnos algo más.
¿Cómo será ese regreso al paraíso?
Cuando Adán y Eva pecaron por primera vez, su primera condena fue la desnudez. Dice el evangelio que, si no nos volvemos como niños, no entraremos en el reino de los cielos (Mt, 18). Quizá sea porque los niños no tienen miedo a la desnudez. Y es que, los niños no tienen nada que ocultar. Los que vivimos en pareja, sabemos que compartir la desnudez es un síntoma de confianza, de bienestar común, de armonía. Sin embargo, siempre buscamos hojas de parra que escondan parte de lo que somos, de lo que sentimos, de lo que hacemos.
Ahora, cuando leo el capítulo de Isaías 11, creo que los lobos y las ovejas que se reconciliarán son nuestras miserias con nuestras bondades; y el paraíso será ese lugar dónde podremos mirarnos al espejo sin miedo; donde podremos reconocer las debilidades del otro y mostrar las nuestras propias con paz; donde los claroscuros de nuestra vida cobrarán sentido; donde el torturador y el torturado se abrazarán y no se condenarán; donde acogeremos al amigo perdido; donde el criminal de guerra será uno más en el festín; y donde seremos capaces de reconciliarnos con lo que somos, almas llenas de bondades y grandezas, y almas llenas de debilidades y de miserias.
Así que, gracias Coppola por mostrarnos la puerta al paraíso en esa muerte solitaria y serena, bajo el emparrado de la Sicilia que los Corleone tuvieron que abandonar cuando el odio y la crueldad truncó su infancia.
Conviene sacudirse el polvo.