Gracias, Rafael Nadal. Has sido un ejemplo para muchos de nosotros, una ayuda, un estímulo. Mucho más allá de las victorias y los títulos, sobre todo, lo has sido en la derrota. Porque la gente normal, como yo mismo, hemos sido derrotados muchas más veces que hemos triunfado, y hemos tenido que aprender a sobreponernos, a sobrevivir a nuestros naufragios.
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Nos ha costado encontrar trabajo y hemos perdido trabajos. Hemos perdido amigos y familiares, por su muerte o por desencuentros. Hemos amado y hemos fracasado en el amor. Hemos creído tener vocación para pro-seguir a Jesús por un camino y hemos tenido que rehacerlo porque no era ese.
Elegante en la pérdida
Y, en estas dos décadas, tú has estado ahí, esforzándote, haciendo que nos sintiésemos orgullosos de ser españoles, viéndote llorar cuando se izaba la bandera nacional y sonaba el himno, en alguna de tus victorias. O reconociendo que el contrincante había sido mejor que tú, y aplaudiendo su juego. Elegante en la pérdida.
En el año 2006 me enteré de que habías perdido la final de Wimbledon contra Federer en un internet café de El Progreso, allá en Honduras, donde me encontraba visitando el país y ayudando como médico en lo que podía. Es curioso, lo recuerdo bien. Y otros momentos de mi vida –fáciles o difíciles– los asocio a otros hitos deportivos tuyos, coincidentes en el tiempo, tal como asocio otros lugares vitales a Indurain, o a Perico Delgado, o a Ocaña y Fuente, los ídolos ciclistas de mi juventud.
Modelo ciudadano
Pero ninguno tan fiable o ejemplar como tú, quizás por tus lesiones, por caer y levantarse, por tu gallardía en la derrota, por tu generosidad siempre. Dignas metáforas y modelos para los ciudadanos corrientes como yo y tantos otros, en terrible contraste con la realidad social y política de nuestro país.
Porque este es un gran país, la patria de Ignacio, Javier y Teresa, de Juan y de Santiago (ponga cada cual los apellidos que desee). Una nación de personas generosas y capaces, imaginativas y emprendedoras, que va más allá de las miserias identitarias y los peligrosos delirios personales, por más que nos hagan sufrir. Pensar en que participamos de un proyecto común, que hablamos la misma lengua que todas estas personas admirables, nos anima a continuar con nuestras tareas del día a día, a sobrellevar dificultades, a encajar reveses y sufrimientos, a intentar ayudar a nuestros semejantes, cada uno en su momento y circunstancia.
Gracias pues, Rafa. Recemos los unos por los otros, y por este país.