En los países tradicionalmente llamados “católicos”, en los que la Iglesia ha ocupado un lugar central y relevante, es hoy evidente que esa importancia ha disminuido notablemente y que otras opciones espirituales o religiosas han adquirido una dimensión sorprendente. Además, entre quienes se consideran miembros de la Iglesia Católica son muy pocos los que están efectivamente integrados en comunidades y menos aún quienes cumplen con algunas consignas básicas, como, por ejemplo, la misa dominical.
En muchos lugares la Iglesia parece encerrada en pequeños ambientes incomprendidos por el conjunto de la sociedad y cultivando más la nostalgia que el entusiasmo misionero. En ese contexto, el papa Francisco exhorta a una Iglesia “en salida”, “misionera”, una Iglesia que sin miedos se libere de esos pequeños círculos en los que ha quedado atrapada. En realidad, desde antes de esta convocatoria papal, en muchos sectores eclesiales se venían escuchando voces sobre la necesidad de romper con ese aislamiento asfixiante. Una Iglesia incomunicada con el mundo simplemente no tiene sentido, porque ella ha sido creada precisamente para comunicarse y para anunciar el Reino “a todos los hombres”.
Salvo en pequeños grupos, ya nadie discute esta necesidad de una Iglesia “en salida”, lo que no está tan claro es cómo hacerlo, cómo ir al encuentro de “todos”, cómo lograr que el mensaje del Evangelio vuelva a ser significativo. La primera reacción es volver a hacer lo que antes se hacía, pero ahora “hacerlo bien”. Entonces el camino que se elige es el de tener campañas mejores, carteles más convincentes, discursos más modernos, lenguajes mejor adaptados a los auditorios.
Sin embargo, no parece razonable suponer que algún tipo de misión “tradicional” logre el éxito que se propone; no parece sensato suponer que las visitas a las casas, los anuncios en las calles, la organización de grandes eventos, y otras actividades semejantes, sean útiles para atrapar el interés de aquellas personas que hoy viven sus vidas completamente al margen de las actuales estructuras institucionales y mentales de la Iglesia. ¿Por qué? Porque es precisamente de esas formas de prácticas religiosas de las que huyen los que se han alejado. A quien hace años que “no pisa una iglesia” porque no comprende ese tipo de actividades y de lenguajes, es muy difícil convocarlo con éxito a un retorno hacia aquello que le resulta más incomprensible y le genera más rechazo. Paradójicamente, cuanto mejor se haga “lo de antes” más negativa será la respuesta.
Abandonar definitivamente el proselitismo
El desafío evangelizador es inmenso, se trata de intentar llegar a millones de personas, de volver a ser culturalmente significativos, de lograr que los valores del Evangelio se pongan de manifiesto en las culturas de nuestro tiempo. La cuestión, como bien lo señalan los últimos Papas, no es hacer proselitismo para que las instituciones vuelvan a ser lo que eran. Lo que se nos propone es mucho más que eso. ¿No se pueden hacer otras cosas además de organizar procesiones y pegar frases bonitas en los muros de Facebook? ¿Realmente creemos que con esos recursos vamos a ofrecer un mensaje significativo a sociedades atrapadas por el consumismo y cada día más violentas e injustas?
Probablemente, para lograr esa Iglesia “en salida”, será necesario en las comunidades proponerse desarrollar otro tipo de servicios. Además del cuidado habitual de los creyentes en las parroquias y las instituciones convencionales, habría que generar sitios de formación espiritual para quienes se sientan llamados a vivir una fe misionera fuera de las estructuras eclesiásticas, una misión en la vida cotidiana. ¿Cómo compartir la fe en los lugares de trabajo, en las familias, con los amigos?
No solo dar “testimonio de vida cristiana” o “tratar de ser buenas personas”, eso se da por supuesto; sino aprender a ser misioneros, aprender a dialogar sobre aquellos temas profundos y complejos que llevan en su corazón todas las personas; saber iluminar conflictos, estar capacitados para tratar temas que muchos no se atreven a expresar. Aprender, especialmente, a tener una actitud que ponga de relieve esas cuestiones humanas que siempre están presentes en las personas pero que no es fácil compartir. Ser hombres y mujeres capaces de superar las conversaciones superficiales y crear el ambiente que facilite generar diálogos sobre el sentido de la vida, del dolor, del amor, de la sexualidad; preguntas sobre cuestiones que requieren saber discernir y exigen tener una vida espiritual profunda y sólida. Lograr diálogos humanos cercanos y afectuosos, no discusiones intelectuales en las que se intenta convencer sino nuevas formas de compartir.
Quizás, para “salir a misionar”, sea el tiempo de hacer lo que Francisco nos pide: “imaginar espacios de oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos” (E.G. 73). Lugares donde aprender a dialogar como adultos con quienes necesitan otro tipo de respuestas que las que se pueden ofrecer en un templo. De esa manera, aunque los interlocutores sigan “sin pisar una Iglesia”, el Evangelio habrá sido anunciado, la propia fe se habrá enriquecido y la siembra brindará sus frutos.