Hola. ¿A ti te pasa que cuando llegas de nuevo a un sitio del que llevas un tiempo alejado, al regresar sientes cierto desasosiego o angustia interior por no saber si volverás a tener espacio en él? A mi sí. ¿Y sabes qué? Te diría que en ese sentido tengo mucho que aprender de mi hijo, porque al regresar al cole después de las vacaciones estivales era como si el día anterior hubiera tenido clase y no hubiesen transcurrido varios meses.
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La ausencia
Ahí estaba mi hijo, esperando a que sonara la música de entrada como si nada. Estoy convencido de que alguna preocupación peregrinaba a la par que sus ideas; tal vez los nuevos compañeros que se incorporaban al aula, quizás la curiosidad por las nuevas actividades y rutinas, no lo sé; en cualquier caso, si algo le preocupaba no había manifestación externa perceptible por mí.
Yo, por el contrario, siempre he convivido con el desasosiego previo de regresar a ese lugar del que me marché. Algunas de las personas que hemos nacido algo alejados de la centralidad que establece la estadística global, tendemos a no saber qué hacer con las emociones que impregnan a las personas con las que nos topamos en la vida. Un chiste al que no se le encuentra la gracia, una experiencia de interés comunitario que no incentiva el ánimo propio, etc. El peso del vacío ha sido un compañero de viaje con el que he aprendido a lidiar para ser funcional en las relaciones sociales, pero eso no disminuye la presión de su presencia constante.
La que pesa
¿Y qué te importará a ti lo que me pueda a mi pasar por la cabeza o cómo me pueda sentir?, te podrías preguntar. Bueno, pues es que esa actitud relajada de mi hijo al regreso de las vacaciones me interpelaba sobre varios aspectos de mi propia existencia. En concreto, me suscitaba preguntas acerca de mi pertenencia parroquial.
Durante 14 años formé parte de una comunidad cristiana de base, he acompañado a grupos infantiles, juveniles y de adultos, formado parte del consejo parroquial, me he involucrado en la pastoral de la parroquia apoyando actividades de otros grupos, etc. Y ahora… nada de nada (o casi nada de casi nada tirando a nada, si queremos entrar en matices).
Por ejemplo, recientemente se ha marchado uno de los vicarios parroquiales porque ha sido destinado a otro lugar. Ha pasado un año desde que llegó y habré coincidido con él en dos ocasiones. De hecho, ni siquiera estuve presente en la eucaristía de despedida.
Soy una cara ausente. Y me duele.
La que aleja
Hay quien simplifica los regresos y los reduce a una decisión tomada una mañana cualquiera: “Venga, voy a implicarme de nuevo”, de manera que si ese hecho no se produce entienden que, en realidad, estás fabricando excusas artificiales para autoperpetuar una supuesta situación de comodidad cimentada en la cobardía. Pero hay que ver cuántas emociones y circunstancias quedan fuera de ese análisis.
Generalizando más allá de mí, traigo al recuerdo a todas esas personas que sienten una fractura en su interior porque perciben como dolorosa su propia ausencia en el lugar que es y fue su casa, al mismo tiempo que las circunstancias particulares (endógenas y exógenas) siguen impidiendo el regreso, signifique este último lo que sea para cada persona en concreto.
El otro día leía en las redes sociales la afirmación de alguien que quería en sus proximidades a personas a quienes se les iluminaran los ojos al hablar de Dios. Y, reflexionando sobre ello, me parecía un deseo potencialmente peligroso, en el sentido de que muchas personas hablamos con Dios y lo hacemos desde la fatiga emocional o desde el autoconcepto de cierta indignidad para gozar de su Reino; muchas miradas no brillan y, si lo hacen, es porque las lágrimas reflejan la luz. Una Iglesia en la que los alegres se rodean de otros alegres porque así sienten más plenitud en su propia alegría, corre el riesgo de dejar a los tristes, o a los neutros, en ese rincón al que nadie se quiere acercar porque proporciona “malas vibraciones”. Yo creo que el reduccionismo es un grandísimo enemigo del camino sinodal, que no implica solo dejar a los laicos tomar decisiones, sino que supone que todas las voces sean escuchadas, las de los que brillan y las de los apagados.
Tarde o temprano regresaré a mi parroquia; cuando pueda, cuando sepa. Seré diferente, pero seré; el rostro dejará de estar ausente. Y ojalá que otras personas también regresen, aquí y allí, en mi barrio y en el tuyo. Y que al hacerlo, el tiempo de ausencia no se viva como una carga, sino que cada hermano y hermana alejados puedan disfrutar del ternero gordo y de la fiesta (cf. Lc 15, 23).
Mientras tanto, seguiré aprendiendo de mi hijo para, el día del regreso, sentir que la casa de todos, la cosa de todos, sigue teniendo un hueco disponible para mí.