Hannah Arendt y el Papa Bueno


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Hannah Arendt se declaró agnóstica, pero nunca ocultó su nostalgia de Dios. De hecho, el ateísmo le pareció un gesto de presunción donde el ser humano atribuía a su forma de razonar el carácter de certeza indubitable. Fiel a las enseñanzas socráticas, Arendt siempre pensó que el primer paso de la filosofía consiste en reconocer los límites de la razón. No podemos saberlo todo. Estamos recluidos en la perspectiva del tiempo y el espacio, pero es necesario presuponer que hay algo más allá.



El nóumeno kantiano no es una extravagancia, sino un postulado que hace inteligible lo real. En ‘La condición humana’ (1958), Arendt reivindica la idea cristiana del perdón. Sin la posibilidad de redimir nuestros errores, el hombre queda atado al pasado, sin poder avanzar hacia la madurez moral. Gracias al perdón, podemos reescribir y rectificar el pasado, progresando hacia un horizonte de paz y reconciliación. El perdón sobrevuela el tiempo y el espacio, comunicando lo que sucedió y lo que está por venir.

Fatalmente culpables o absurdamente inocentes

Sin ese salto, no existiría la libertad ni el crecimiento personal. Seríamos fatalmente culpables o absurdamente inocentes. Los hechos permanecerían anclados en lo contingente, ajenos a cualquier progreso dialéctico. A pesar de la Shoah, que mostró su faz más banal con Eichmann, Arendt cree en el hombre y contempla el devenir histórico con esperanza. Ese talante se parece bastante a la fe, pues se aleja del nihilismo de un Camus o Sartre, cuyo horizonte está acotado por el absurdo, la náusea o la angustia. La pensadora alemana no condena a esas actitudes, pues considera que son inevitables cuando nuestra mirada no trasciende lo inmediato y aparentemente irreversible.

En 1956, Hannah Arendt publicó en ‘The New Review of Books’ una reseña del libro del papa Juan XXIII ‘Diario del alma’. El artículo se tituló ‘Un cristiano en la silla de san Pedro. 1958-1963’. No es un título casual, sino un contundente juicio de valor. Frente a la diplomacia de otros papas, reacios a seguir la radicalidad del Evangelio, Angelo Giuseppe Roncalli nunca se preocupó de ser “tomado por un loco” por su apasionado seguimiento de Jesucristo. Desde los dieciocho años, había decidido consagrarse a la imitación de Cristo, aceptando la befa y el desprecio de los que no comprendieran su camino.

Hannah Arendt

Un papa… cristiano e imprevisto

Hannah Arendt señala que, desde la Contrarreforma, la Iglesia católica se ha preocupado más por los dogmas que por la simplicidad de la fe, poniendo obstáculos a los que deseaban ser ardientemente fieles al Evangelio, como san Juan de la Cruz, que solo quería “sufrir y ser despreciado a causa de Cristo y con Cristo”. Nadie pensó que Roncalli fuera a moverse en esa dirección. Descartado como ‘papabile’, los sastres ni siquiera habían preparado atuendos de su talla. Incapaces de ponerse de acuerdo, los cardenales optaron por “un papa provisional y de transición”, una figura irrelevante que no introdujera cambios ni novedades. Su apreciación no pudo ser más errónea.

“Señora –le comentó una sirvienta romana a Hannah Arendt–, este papa era un auténtico cristiano. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Cómo pudo ocurrir que un verdadero cristiano se sentara en la silla de san Pedro? […] ¿Es que nadie se dio cuenta de quién era este hombre?”.

Humildad, no sumisión

Hannah Arendt afirma que la jerarquía eclesiástica razona en ocasiones como el Gran Inquisidor de Dostoievski, pues sabe que la Palabra de Dios conlleva cambios radicales allí donde penetra, transformándolo todo. Roncalli era cortés y amable, pero no débil y pusilánime. La humildad ante Dios no significa sumisión ante los hombres. Juan XXXIII inició su pontificado con gestos de sencillez y humildad, pero se planteó de inmediato convocar un Concilio Ecuménico, un Sínodo diocesano y revisar el Código de Derecho Canónico. Cuando le preguntaron cómo había adoptado esa iniciativa, respondió con un desconcertante: “Se me ocurrió de repente”.

En ‘Diario del alma’, admite que la determinación de seguir a Cristo sin tibiezas le volvió indiferente a los juicios del mundo, incluidos los de los eclesiásticos. A los veintiún años, había comprendido que –incluso si llegara a ser Papa– “tendría que comparecer ante el juicio divino, ¿y entonces de qué me valdría haberlo sido? No de mucho”. Hijo de campesinos, Roncalli recordaba el servicio militar como algo “feo, vil y repugnante”, especulando que la vida en los barracones tal vez se parecería al infierno. Cuando ya era papa, escuchó a unos de los fontaneros que hacían reparaciones en el Vaticano soltar toda clase de injurias sobre la Sagrada Familia. Dirigiéndose a él, le dijo: “¿Acaso no puede decir simplemente ‘mierda’, como hacemos todos nosotros?”.

Curtido en la diplomacia

En 1925, Roncalli fue designado visitante apostólico en Bulgaria. Durante diez años, desempeñó tareas monótonas e ingratas. Los problemas con las autoridades le parecieron insignificantes comparados con los sufrimientos causados por los órganos centrales de administración eclesiástica: “Es esta una forma de mortificación y humillación que no esperaba encontrar y que me hiere profundamente”. En 1935 fue destinado a la Delegación Apostólica en Estambul, donde permaneció diez años, hasta que en 1944 fue nombrado nuncio apostólico en París. En esos años, le escandalizó la desconfianza y desconsideración hacia los pobres por parte de sus colegas eclesiásticos y la vanidad de los miembros de la diplomacia vaticana, “tan pobre a la luz de la simplicidad y gracia que proyectan […] Jesús y sus santos”.

Durante su estancia en Turquía, se enfrentó al Gobierno para evitar que cientos de niños judíos que habían huido de la Europa dominada por los nazis fueran devueltos a Alemania. Años más tarde, se reprochó no haberse mostrado más firme, “empuñando la espada” contra la política criminal de Hitler. Cuando el embajador alemán Franz von Papen le pidió que utilizara su influencia para mejorar las relaciones entre Roma y Berlín, replicó airado: “¿Y qué diré de los millones de judíos que sus compatriotas están asesinando en Polonia y Alemania?”. “Esto sucedió –subraya Arendt– en 1941, cuando la gran masacre no había hecho más que empezar”.

No se mordía la lengua

Roncalli no se mordía la lengua. Pío XII le recibió tras nombrarle nuncio, advirtiéndole que solo podía dedicarle “siete minutos”. “Sobran entonces los seis restantes”, contestó y se marchó, dándole la espalda. En 1963, ya como papa, cuando varios obispos le pidieron que hiciera algo contra ‘El vicario’, el drama de Rolf Hochhuth que acusaba a Pío XII de no haber adoptado medidas ni condenado claramente la política genocida de la Alemania nazi, contestó: “¿Qué puede hacerse contra la verdad?”.

Se decía que Juan XXIII recibió a la primera delegación judía exclamando: “Soy vuestro hermano José”. Son las palabras que empleó José para que le reconocieran sus hermanos en Egipto. “Todas las historias –observa Hannah Arendt– muestran la completa independencia que proviene de un auténtico desprendimiento respecto de las cosas de este mundo, de esa espléndida libertad respecto del prejuicio y la convención que a menudo podía dar lugar a una agudeza casi volteriana, una desconcertante rapidez para volver las tornas a la situación”.

Preferencia por los humildes

Roncalli no entendía por qué se cerraban los jardines vaticanos durante sus paseos diarios: “¿Por qué la gente no habría de verme? ¿Acaso me comporto mal?”. Durante una comida con el cuerpo diplomático cuando era nuncio en París, uno de los comensales intentó incomodarlo, haciendo circular la fotografía de una mujer desnuda. Cuando llegó a sus manos, se dirigió al comensal, comentándole: “Su mujer, supongo”. Despreocupado por el mañana, intentó no tomarse demasiado en serio a sí mismo. Siempre sintió preferencia por los humildes y los infortunados. Hablaba a menudo con los jardineros y obreros del Vaticano, y con las monjas que trabajaban en las cocinas.

Cuando visitó la cárcel de Roma, le aconsejaron no entrar en el pabellón de los reclusos más conflictivos, sometidos a un régimen especial. “Abran las cancelas –dijo Juan XXIII–. No haya barreras entre ellos y yo. Todos somos hijos de Dios”. Durante una charla informal, un empleado del Vaticano le comentó que sus condiciones de trabajo no eran buenas. Disgustado, Roncalli decidió subir los sueldos de todos los trabajadores. Un obispo le advirtió que eso significaría rebajar el dinero destinado a obras de caridad. El Papa contestó: “La justicia está por encima de la caridad”.

Contra el fanatismo

Con una fe firme y sencilla, repitió en varias ocasiones que el fanatismo siempre era dañino, aunque se aplicaba a una buena causa. Austero y desprendido, nunca se compró un traje o una sotana. Desde el seminario, utilizó prendas usadas. “Ya que he nacido pobre […], me siento particularmente feliz de morir pobre, habiendo distribuido […] todo cuanto ha llegado a mis manos –y fue muy poco– durante mis años de sacerdocio y episcopado. […] Soy de la misma familia que Cristo, ¿qué más puedo querer?”.

Roncalli extrajo su lema del Kempis: “Pasar desapercibido y ser poco estimado”. No hay duda de que esa actitud le dio fuerzas para afrontar los retos descomunales de su tiempo. Su legado fue inmenso: renovó la Iglesia católica, promovió el ecumenismo y el diálogo con el mundo moderno, pidió perdón por el antisemitismo cristiano, condenó todas las formas de totalitarismo, abogó por la paz y el desarme. En la España franquista, se recibió con frialdad la encíclica ‘Pacem in terris’. Los países comunistas también reaccionaron con hostilidad, afirmando que Juan XXIII era un ingenuo.

Habría celebrado a Francisco

¿Qué habría escrito hoy Hannah Arendt sobre la figura del papa Francisco y su encíclica ‘Fratelli tutti’? La pensadora según la cual “el perdón es la clave para la acción y la libertad” habría celebrado un texto que exalta la dignidad del ser humano, señalando que cualquier exclusión, cualquier “descarte”, constituye una abominación. En ‘Los orígenes del totalitarismo’ (1951), Hannah Arendt explicó que la esencia de las ideologías totalitarias consiste en pensar que hay seres humanos prescindibles, vidas que “están de más”.

En nombre de la Naturaleza, la utopía de la Sangre y el Suelo se envió a la muerte a millones de “seres inferiores”. En nombre de la Historia, la utopía marxista deportó al Gulag a millones de “enemigos del pueblo”. Juan XXIII, Francisco y Hannah Arendt coinciden en lo esencial: ninguna vida está de más, ninguna vida es intrascendente, ninguna vida puede inmolarse en nombre de una religión o ideología. La trascendencia empieza en el ser humano. El prójimo no es el otro, sino nuestro semejante y, cuando le cerramos las puertas, menoscabamos nuestra propia dignidad.