El de los abusos sexuales en la Iglesia es un agujero negro que atrapa toda la luz que hay alrededor. Recién salido de los Emiratos Árabes, donde dejó páginas únicas en favor del entendimiento interreligioso y contra la instrumentalización que políticos y clérigos de todo pelo han hecho de ellas, Francisco reconoció humildemente algo que había adelantado su propio periódico, L’Osservatore romano: los abusos a monjas por sacerdotes y obispos.
Que a pesar del hito que supone el Documento sobre la fraternidad humana haya medios que le acusen de cínico por no condenar a Maduro esos mismos días, o que lleven a portada el nuevo capítulo en esta serie de terror que son los abusos, es lo previsible. Más difícil de entender es que sean los tuyos los que a diario tiren piedras contra tu tejado porque no acaban de comprender que en esta crisis ni hay vuelta atrás ni vale ponerse de perfil.
“¿Hay alguien ahí?”, se preguntó retóricamente Alfonso Guerra hace unos días, dando por hecho que la nada se había instalado en su secretario general, Pedro Sánchez, de quien equiparó su forma de hacer política con la de Burkina Faso. Aunque en el PSOE haya quien pueda comparar a Guerra con el cardenal Müller, su ‘¿hay alguien ahí?’ vale para aquellos que, dentro de la Iglesia y con responsabilidades de peso, dejan a los pies de los caballos el compromiso de Bergoglio contra un asunto que está marcando su pontificado.
Cada vez que se descubre un encubrimiento, cuando resplandece la falta de transparencia, cuando no se toman las medidas preceptivas, cuando se desprecia la denuncia porque es una campaña de la prensa, cuando se deja que la ira sustituya al miedo en el pecho de las víctimas, cuando se disculpa el delito y el pecado en que un mal momento lo tiene cualquiera, no solo se echa una palada de tierra encima del Papa (lo que alguno festejará), sino de la Iglesia entera. Y eso no hay plan de evangelización que lo aguante.