Sin duda alguna, lo que sí me atrevo a afirmar, es que hay gente buena, y también gente muy buena. Al descubrir que la vida le ha dado la oportunidad de rodearse de personas extraordinariamente bondadosas un amigo me escribía: “He normalizado la calidad humana fuera de lo común”. Muchos disfrutamos de esa dicha.
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Sin embargo, no podemos negar que el ejercicio de la maldad abunda. Políticos, ciudadanos de a pie, trabajadores públicos, compañeros de trabajo, escolares, vecinos, jóvenes, gente de Iglesia, empresarios… en todos los estratos y sectores nos encontramos con personas que se sienten con derecho a provocar dolor en el otro, a veces argumentando justificaciones y otras de manera gratuita.
De los fariseos a Judas
En la mitología evangélica la cantidad de personajes que pasan por la vida haciendo el mal es muy numerosa: los escribas y fariseos que anteponen la ley a la persona y no dudan en confabular contra Jesús; los malhechores de la parábola que mataron a los sirvientes y al hijo del dueño para quedarse con la viña; Herodías, que no dudó en pedir la cabeza de Juan; Judas, Pilatos, Caifás… Jesús es contundente al referirse a la maldad en la que podemos incurrir cualquiera: “Del corazón del hombre salen los pensamientos perversos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad” (Mc 7,21-22).
Hemos desterrado la palabra “pecado” de nuestro vocabulario, quizá porque necesitábamos liberarnos de una moral represiva y miope. Si no queremos no lo llamemos pecado, pero no podemos olvidar que hay personas cuya conducta hace sufrir a otros.
Es duro soportar la crueldad con la que en ocasiones convivimos, pero quiero creer que la maldad solo es una forma de inconsciencia, como ocurriera con el rico Epulón ignorante del sufrimiento de Lázaro, o con el ladrón que crucificado junto a Jesús se mofaba de él. Y quiero creer que siempre hay tiempo para la conversión; y que en el corazón de todo hombre siempre hay una llama de esperanza escondida que puede reavivarse; y que creer en el hombre también es saberse hermano del que vive despreocupado del otro; y que todos tenemos la oportunidad de participar de la misericordia del Padre, pues Jesús no vino a “llamar a justos, sino a pecadores” (Mc 2,17).
Conviene sacudirse el polvo.