La diplomacia
Llevamos, en España, semanas hablando del papel estratégico de la diplomacia económica, a partir de la tesis de Sánchez y la publicación de la segunda edición del libro dedicado a la cuestión –según señalan los enlaces patrocinados de Google, al módico precio de 20 euros; 11,82 menos que el ‘Ron Diplomático’–. El objetivo de la ‘diplomacia económica’, según el portal del Ministerios de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, es el de “colaborar en la defensa y en la promoción de los intereses económicos de España en el exterior, mediante un apoyo decidido a la internacionalización de la economía española y de sus empresas”. Es decir, “potenciar y consolidar la recuperación económica y el empleo con el fin de aumentar las exportaciones, la inversión extranjera y el turismo, y facilitar un mejor acceso a la financiación”. Algo que se ejemplifica con una foto la incidencia española en el mercado de la alta velocidad ferroviaria.
Este íntimo vínculo entre la diplomacia y la relación entre estados es también, como no podía ser de otra manera, una constante en la actividad diplomática de la Santa Sede. Cumpliéndose así la definición de la Real Academia Española que señala a la diplomacia como “la ciencia y el arte del conocimiento y el manejo de las relaciones internacionales entre estados soberanos, cuyo objetivo es la búsqueda de la solución pacífica de los conflictos mediante el diálogo que conduce a la negociación”. Con distintos enfoques a lo largo de la historia, los pontífices se han introducido, con sus gestos y palabras, en el complicado entramado de las relaciones internacionales. Ahí quedan para la historia las encíclicas sociales de León XIII, el llamamiento a la paz –muchas veces ignorado– de Benedicto XV, la actuación entre bambalinas de Pío XII en la II Guerra Mundial y en la Europa de los fascismos, el diálogo con el mundo de Juan XXIII y Pablo VI… sin ánimo de ser exhaustivos.
También hoy en día, con el impulso de Francisco, la Secretaría de Estado o las distintas nunciaturas tratan de llevar a los canales oficiales el impulso evangelizador que lleva a la Iglesia a las periferias. Los mensajes de Navidad y Pascua en el ‘Urbi et orbi’, los llamamientos en el ángelus o en las audiencias generales o la geografía de los viajes que se ha impuesto Bergoglio en estas 25 salidas son una muestra de que la diplomacia eclesiástica puede incidir en otros aspectos más allá de las balanzas comerciales.
Los países bálticos
La caída del ‘Telón de acero’ se vivió intensamente en el mundo eclesial gracias a la actuación de Juan Pablo II. Para la historia, recreado en múltiples estudios, novelas o películas quedan las alianzas con Lech Wałęsaque desde el sindicalismo clandestino con Solidarność, primero, y desde el gobierno, después, se enfrentará a las políticas comunistas de Polonia.
Procesos similares se vivieron, culminado sobre todo en las revoluciones de 1989 –en lo que ha sido bautizado como “el Otoño de las Naciones”, como eco de la llamada “Primavera de las Naciones” de las revoluciones nacionalistas de 1848– contra los regímenes socialistas que campaban por la Europa del central y oriental. Tras Polonia siguieron Alemania Oriental, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria y Rumanía. Cada uno de los países con sus propias características. A este, irremediablemente seguiría el final de la Guerra Fría con la disolución de la Unión Soviética.
Dos años después de la caída del muro de Berlín y estos primeros movimientos llegaría el turno de los países bálticos, que se separaron de la URSS en agosto de 1991. El día de Navidad de ese año, la Unión Soviética era ya historia. Aunque este fin de semana, Francisco ha querido ir más allá en la historia y recordar a todo el mundo el centenario de la independencia de Lituania, Letonia y Estonia. Tres países, hoy europeos, pero con un pasado que ha sobrevivido a multitud de ocupaciones y lucha por la libertad. Este viaje, en sus primeras jornadas ya nos ha dejado el testimonio de los cristianos que han resistido a las presiones soviéticas o el drama vivido por los judíos de Vilma.
El viaje continúa y puede dejarnos nuevas claves sobre los muros que aún no han caído en nuestro mundo de hoy.
El gigante asiático
El acuerdo entre China y el Vaticano, con sus correspondientes recelos por parte de los católicos fieles a Roma y los más cercanos al Partido Comunista, es una muestra importante que resquebraja el muro del aislamiento de gran parte de la población china con el exterior. El elemento clave del documento es la integración de las jerarquías de la Iglesia romana y la patriótica china. La sospecha en este punto viene por la existencia de obispos, algunos históricos, que ciertamente no han disimulado su simpatía con las autoridades chinas a quienes deben su nombramiento, fenómeno particularmente propio de las diócesis más rurales.
Es curioso que mientras el gobierno de Xi Jinping endurece algunas leyes religiosas para ejercer más control sobre las diversas confesiones, este acuerdo puede dar, en este sentido, una nueva imagen de la diplomacia china. Los históricos luchadores del catolicismo romano chino saben bien en qué medida el Partido Comunista chino no es de fiar.
Por otro lado, como bien resalta Giovanni Maria Vian, este acuerdo provisional no es improvisado. Todo lo contrarios, ha sido “preparado desde hace décadas después de largas y pacientes negociaciones”. Y es que es curioso que, en días como hoy, estemos ante una división de Iglesias más política que doctrinal. En este sentido la superación de las heridas abiertas en el pasado puede tener mejor perspectiva de cicatrización. De momento el pronóstico puede mejorar, dejando ya para el Vaticano lo que le corresponde, el nombramiento de sus obispos. Parece que los comunistas maoístas –los mismos que en su día aborrecían la religión y ahora dedican capillas y ofrendas a su histórico líder– pueden empezar a entender que es eso de “a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”.