La pregunta tiene su aquel: en el fondo, es de lo que se trataba en la época de Marción (siglo II) –el primer hereje con nombre y apellidos de la historia de la Iglesia–, cuando este propuso que los cristianos dejaran de considerar como Escritura el Antiguo Testamento y gran parte del Nuevo, por reflejar un Dios que, en realidad, no era verdaderamente cristiano.
En efecto, los cristianos no tenemos en cuenta las leyes alimentarias del Antiguo Testamento (las que prohíben, por ejemplo, consumir carne de cerdo o marisco). Asimismo, tampoco hacemos caso de las leyes penales que ordenan lapidar a una mujer adúltera, matar a las hechiceras, exterminar a los que ofrezcan sacrificios a los dioses o hacer morir a los varones que se acuesten con varones.
Todos tenemos claro que la Palabra de Dios –Cristo en primer lugar, pero también la Escritura– es una Palabra encarnada, lo cual significa que sabe adaptarse a las circunstancias concretas de los seres humanos: sociales, culturales, religiosas, económicas, lingüísticas, etc. Asimismo, también entendemos que la historia de la salvación procede pedagógicamente, es decir, progresivamente, de modo que el hombre y Dios hayan tenido tiempo de acostumbrarse mutuamente el uno al otro: “El Verbo de Dios […] ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre” (Ireneo de Lyon, Adversus haereses 3,20,2).
Por eso sorprende cuando, por ejemplo, escuchamos a algunos cristianos defender algunas concepciones económicas del Antiguo Testamento según las cuales cada cierto tiempo –siete años o cincuenta: año santo y año jubilar, respectivamente (cf. Lv 25)– habría que restituir a sus antiguos propietarios las tierras compradas o devolver la libertad a los esclavos (aunque, naturalmente, nadie pida el previo restablecimiento de la esclavitud).
Una economía social de mercado, como es la nuestra, no podría subsistir con leyes económicas como las que aparecen en la Biblia, que en el fondo necesitan como fundamentación un sistema teocrático. La idea de libertad y de responsabilidad personal, con todas sus consecuencias, son valores irrenunciables en nuestra sociedad. Lo cual no impide descubrir en la Biblia algunas intuiciones germinales que son las que habría que adaptar a nuestra situación concreta.