Ni soy cofrade, ni pertenezco a ninguna hermandad. Pero muchas gracias. Lo digo de corazón, sin ser parte de lo que vives. Pero lo que llevas en tu costado, lo que acompañas con tu vela, tu oración, tu lágrima y tu alegría nos une como hermanos. Contemplo los pasos, que se visten con solemnidad y la cultura que los rodea. En ellos hay una oportunidad, sin igual para acercar a Cristo, a su Madre, a la Iglesia.
Hermano cofrade, ojalá vivas con amor, intensamente estos días. Muchos vendrán a juzgar lo que haces, a cercenar con mediocridad lo que tú sientes en tu corazón. Quieren acallar la voz de tu corazón y el testimonio que das ante otros. Tuya es la oportunidad y tú eres al mismo tiempo quien ofreces a otros lo que estás viviendo. Después de cada paso pregúntate, ¿qué has vivido estando debajo de la imagen de nuestro Señor o de María?
Los cristianos crearon cultura. Donde se asentaron, crearon cultura y la hicieron próxima a la gente en quienes se encarnaba el Misterio. Jesús ha sido pintado y esculpido, como recuerdo llamativo, de toda raza, ha sido traducido a toda lengua, incluso las que ya no están. En eso consistía hacer “misión”, en compartir compresiblemente la Palabra más excelsa, aquella que ha llegado de Dios y no de entre nosotros, una Palabra y Vida con capacidad para convertir el corazón a la espera, abierto.
Quién sabe, amigo cofrade, quién te mirará, qué está buscando aquel que te acompaña, cómo sufre esa mujer o ese hombre que en la acera contempla con asombro lo que haces junto a tus hermanos, bajo el silencio de los tuyos o la música que lo llena todo. En tu oración, no solo te tengas presente a ti y a tu gente. En tu oración, piensa en quien no conoces, en quien está deseando encontrar a Cristo, en quien busca amor, en quien espera esperanza, en quien sabe que no vive para sí mismo.
Amigo, hermano cofrade, lo que haces, cada paso, cada detalle, cada gesto, provocará en otros algo mucho mayor de lo que imaginas. Nadie te lo agradecerá, pero es justo que alguien te lo diga: ¡Gracias!