No sé si a vosotros os sucederá lo mismo, pero, si los comienzos de algo determinan su desarrollo, el nuevo año no debe pintar tan bien como hubiéramos deseado. En apenas sus primeros días estamos comprobando que la pandemia, no solo no ha aliviado su presión, sino que la tercera ola ya nos amenaza con fuerza. Empezamos enero y se multiplican las dificultades para distribuir las vacunas que avivaban nuestras esperanzas a finales del 2020, el Capitolio ha sido asaltado, con el potente carácter simbólico que tiene Estados Unidos, demostrándonos la fragilidad de esa y otras democracias, y, por si no teníamos suficiente con esto, la borrasca Filomena hace de las suyas convirtiendo en históricas unas nevadas que, seguidas de una ola de frío, nos pueden hacer pensar que estamos en Helsinki y no en un país mediterráneo.
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Vamos, que estos primeros días de enero no son muy aptos para los más pesimistas, que ya empiezan a recordar ese dicho de la sabiduría popular aplicado al pasado año: “Otros vendrán que bueno te harán”. Creo que hemos puesto demasiadas esperanzas en el nuevo año que empezaba. Como si, por cambiar la hoja del calendario, los problemas dejaran de existir y la ambigüedad de la condición humana, tan capaz de lo mejor y lo peor, se decantara hacia donde nosotros quisiéramos. Y es que a “año nuevo” no le corresponde sin más una “vida nueva”.
Acoger la realidad
El problema es que nuestras aspiraciones respecto a los acontecimientos, a nosotros mismos y a los demás resultan ser una fuente inagotable de frustración, pues es muy difícil que satisfagan nuestros deseos del modo que quisiéramos. Volcar expectativas nos incapacita para acoger la realidad como es, porque nos concentramos tanto en nuestros sueños que se nos escapa entre los dedos aquello que se nos ofrece.
Es normal tener expectativas, pero conviene mantenernos atentos para que no se conviertan en un tropiezo que encorsete la realidad y que nos imposibilite abrazarla tal y como esta viene. También Jesús pasó por la vida rompiendo las aspiraciones ajenas que se tenían sobre Dios y sobre su Ungido. Solo quienes se dejaron romper los esquemas pudieron acoger su novedad. Algunos de sus compatriotas, en cambio, se aferraron a lo que cabía esperar de ese carpintero cuya familia conocían (cf. Mc 6,2-3). Ojalá no nos suceda como con esos de Nazaret, cuyas expectativas maniataron al Señor y “no pudo hacer allí ningún milagro” (Mc 6,5). Dejémonos sorprender, no solo por el nuevo año, sino también por cuantos nos rodean y por nosotros mismos.