Imaginen que, cuando los soldados de la Unión irrumpieron en los estados secenionistas, ya sabiéndose victoriosos, acarrearan instrucciones provenientes de la Casa Blanca de castigo y humillación para cada poseedor de esclavos y todos sus descendientes, niños incluidos. No se habría conseguido gran cosa, ni mucho menos paliar el dolor de los que destrozaron sus manos en los campos de algodón.
Porque una señorita blanca como rosa de té, desde que salió del vientre de su madre, estaba convencida de que aquellas que la abanicaban y ataban sus chinelas con la espina curvada habían nacido para esa función de comparsa, de sombra, de mascota, de máquina sin lengua, y de que debían dormir en barracones en lugar de sobre colchones decentes por ser dueños de una piel oscura y unos labios prominentes. Tanto daba la inexistencia de fuentes sagradas acerca de la subordinación de unas razas a otras. Pero, ¿tenían esos indolentes ricos un catalejo para toparse con la verdad que viene del primer barro? Algunos, tal vez, pero la comodidad lánguida es tan apetitosa como el hielo en la canícula.
Los hijos de Sodoma
En la Iglesia, hemos ido tomando conciencia del sufrimiento de los homosexuales desde una distancia prudencial, como si fueran a lanzar un arco de vómito que nos ensuciara. Durante siglos han sido los viles habitantes de Sodoma que merecían la lluvia de azufre. Más recientemente, balas perdidas, curiosidades con mallas, unicornios, la mujer barbuda. Y, cuando comienzas a relacionarte con muchos de ellos saltando la barrera, encuentras a personas francas que exponen decepción y furia por haber sido catalogados como fenómenos por el Pueblo de Dios.
Si, para los sureños, los negros eran como niños confusos con actitud silvestre, para un sinnúmero de religiosos y laicos cristianos, miles de personas con orientación erótica opuesta a lo que decían ver desde pequeños en los animales del campo no han merecido más epíteto que el de payasos (siendo benévolos).
Dialogar y aprender
Así, se ha construido una trinchera como las del Somme. Indignados por la dialéctica vitriólica del ámbito eclesial, la reacción de una parte de las personas no heterosexuales resultó rabiosa pero esperable: exagerar sus supuestas taras para reclamar justicia desde carrozas. Los que ya nacimos en los 90, por mucho que hayamos frecuentado la Casa de Dios, no respondemos al carnaval reivindicativo con agua bendita. Cruzamos hacia la acera de enfrente, dialogamos, exponemos, aprendemos, contrastamos, reímos, proponemos, construimos.
Cuando las grandes obras de entendimiento alcancen su cénit, no serán necesarios los desfiles regados con alcohol, o serán la opción de los que quieran reducir su condición humana a la de juguete de los placeres de media hora. El resto del universo ‘queer’ vendrá o no a las iglesias, pero no porque quiera ser reeducado o busque una capa de respetabilidad, sino porque sentirá en el alma que ese es su hogar, el del Padre que abraza a todos.
Y, si soy madre, diré sin problemas a mi descendencia en una terraza que hemos quedado con un amigo y su novio, y aparecerán sin recelar y sabiendo que ya no hace falta llevar nada escrito en la camiseta. Los cristianos no lo llevamos, y ellos no deberían llevarlo.