Como casi todos los veranos, mis recuerdos me devuelven al año 1986. Como ya expliqué en una entrada previa, en marzo de este año, siendo un joven estudiante jesuita, fui enviado a colaborar como médico a una zona rural de Honduras. En los meses de aniversario, imagino que por lo fundamental que resultó para mi historia personal, vuelvo sobre ello.
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En Honduras ejercí por primera vez la medicina clínica que solo conocía por los libros. Por mi consulta desfiló un pueblo pobre y enfermo, con enfermedades que en muchas ocasiones desconocía. Con las secuelas del hambre en muchos niños, a veces mortales. Con un ejercicio de la medicina basado en la exploración y la historia, casi sin medios diagnósticos, y con las dificultades de la población para costearse los medicamentos y el transporte.
Lecciones vitales
Aprendí mucho en aquellos meses: sobre mi profesión, sobre teología y pastoral, sobre la cooperación sanitaria y económica, sobre mí. Comprendí, entre otras cosas, que mi forma de ayudar a los demás era mediante mi profesión. También, por ejemplo, que una cosa era una “medicina pobre” (es decir, con pocos recursos”), y otra una “pobre medicina” (mal ejercida). En Centroamérica, como en diversos países africanos años más tarde, he comprobado esta realidad, que también se cumple en nuestro primer mundo, donde se derrochan a diario numerosos recursos diagnósticos y terapéuticos.
Conocer de cerca y oler la pobreza extrema me marcó, es algo que no puede olvidarse, y el recuerdo de aquellos tiempos se aviva cada vez que vuelvo a estar en contacto con condiciones de vida similares. También conocer la generosidad y entrega de personas que encontré: sacerdotes y religiosas, agentes de pastoral, cooperantes (aunque en este mundo no todo era bueno).
Tiempos vibrantes
Eran tiempos vibrantes para la fe y la vida, de revoluciones y cambios sociales, vividos con la intensidad de la juventud y la ilusión de una profesión recién comenzada. Sin embargo, el devenir de la historia no nos ha llevado a donde aspirábamos llegar, quizás porque éramos ingenuos: el reino de Dios no se iba a construir en ese tiempo y lugar; no sólo porque encontró la feroz oposición de los poderosos y del vecino del norte, también porque no se había producido una conversión real de los corazones. Un buen ejemplo de ello es la Nicaragua actual, que en aquel entonces parecía encaminarse a la justicia y hoy se halla sojuzgada por los mismos que en aquellos días enarbolaban la bandera de la liberación. Muchos de los que decían querer mejorar el mundo, lo han empeorado.
Ahora, más de tres décadas después, no creo haber perdido la fe que me movía entonces, ni el amor por la medicina, pero sí he dejado por el camino expectativas de entonces. Algunos recuerdos se han desdibujado, pero no ha desaparecido el deseo de conversión, de ser mejor, y de construir el Reino en la medida en que pueda, a mi alrededor, cada día, aunque sea a tientas. Con más paciencia que en aquellos tiempos, con mayor realismo, con la aceptación de las limitaciones y defectos personales y sociales.
Quizás otro día comparta con ustedes más recuerdos y reflexiones de Centroamérica 1986. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.