Honduras, 1986 (II)


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Continuando con mi entrada anterior, Centroamérica en la década de los 80 del siglo pasado era un subcontinente apasionante, un lugar de encuentro con Dios para muchos de nosotros, pero también sociedades donde imperaba, en palabras de monseñor Romero, “el reino del demonio”. Escenario de conflictos derivados de la guerra fría, de revoluciones que se creían imparables, lugar de entrega y sacrificio, así como de errores y horrores de distinto signo.



No voy a analizar la historia, cosa harto compleja y mucho más si se vive en el primer mundo, pero sí puedo contar que asistí en primera persona, atónito y en ocasiones asustado, a algunos de esos hechos. Conocí personas extraordinarias, tanto en el mundo religioso como en el laicado, de hecho, los laicos eran la base de la evangelización y quienes pagaron un precio más alto en la defensa de la fe y la justicia: hay que tener en cuenta que, en aquellos países, en ocasiones poseer una biblia podía suponer una sentencia de muerte. En agudo contraste, pululaban por aquellas tierras espías camuflados en el llamado “Cuerpo de paz” norteamericano (‘Peace Corps’), y del signo opuesto en los asesores cubanos.

Aquella medicina

Visité de forma breve El Salvador, que se encontraba asolado por una feroz “guerra de baja intensidad”, término que había acuñado la administración Carter. Presencié despliegues militares intimidatorios, el amedrentamiento de la población mediante controles de carretera donde ciudadanos corrientes eran detenidos sin motivo, en no pocas ocasiones para no volver a saberse de ellos, o aparecer sus cadáveres más tarde, como denunció en tantos momentos Óscar Romero.

Pude atender como médico docenas de niños con síntomas de malnutrición, rampante en aquellos días en todo el subcontinente, y presenciar la muerte por hambre. Este es un hecho que a uno le acompaña el resto de la vida, por más que el tiempo y la edad difuminen el recuerdo y el dramatismo con que fue vivido. Asimismo, condiciona cualquier juicio que yo pueda emitir sobre las respuestas que se dieron a las injusticias profundas que llevaban a situaciones tan extremas. Si la violencia puede ser una respuesta legítima en contextos así, fue tema de discusión y reflexión para la iglesia en aquellos días, pero puede afirmarse que monseñor Romero, pro-siguiendo tanto al Jesús de la historia como al Cristo de la fe que profesaba, decidió adoptar una postura no violenta, aunque nunca pasiva ni equidistante (como se diría ahora). Habló con contundencia y claridad para condenar tanto la violencia gubernamental y estructural, como los excesos que cometían las organizaciones revolucionarias, algunas de las cuales evolucionaron a tácticas y estructuras terroristas.

Médico general

Ejercí la mejor medicina que supe y pude con los medios que tenía, sorprendido ante la paciencia y abnegación con que la mayoría soportaba sufrimientos y enfermedades, carentes de medios y posibilidades, conviviendo con el dolor y la muerte. Cuando se ha sido testigo de hechos así, cuesta asimilar la impaciencia y exigencia con que, por lo general, funcionan los cuidados sanitarios en nuestro primer mundo.

De aquellos tiempos conservo también el gusto por la palabra escrita, forma principal de comunicación con mi familia y amigos. El teléfono era un lujo escaso, recuerdo que hablé con mis padres una vez en tres meses, gentileza del superior que me acompañaba, así que escribía casi a diario, largas cartas donde describía lo que veía y tanto me impactaba.

Por el momento, estos son algunos recuerdos que complementan la entrada anterior, y que hoy comparto con ustedes. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.