Aunque con menos fanfarria de la que uno hubiera imaginado, se ha celebrado el 50 aniversario de la encíclica papal más contestada, más comentada, más tormentosa y vilipendiada –y de acuerdo con sus fans más fervorosos, también la más incomprendida y menospreciada- de todos los tiempos, ‘Humanae vitae’ (HV), subtitulada ‘Sobre la regulación de la natalidad’.
Diciendo “no” a la píldora, Pablo VI no solo defraudó las expectativas de la mayoría de los miembros de su propia comisión consultiva sobre el control de natalidad, sino que dio la espalda a la emergente cultura secular de occidente, que se orientaba hacia la libertad. Su decisión provocó un tumulto en el catolicismo que nunca ha cesado. Claramente hay un antes y un después. El periodo post encíclica en el que todavía vivimos, es más ruidoso, más complicado, más turbulento. Hoy nada se puede dar por sentado, y menos el coro católico que dice “desde qué altura” cuando los papas dicen “salta”.
Hoy, cuando muchos católicos piensan en la HV como papel mojado, también hay una minoría vibrante determinada a recobrar su visión más amplia del significado y propósito de la sexualidad humana y ponerlo en práctica. Estas reacciones se deben a los diferentes puntos de vista y opiniones, pero un punto razonablemente objetivo sobre la encíclica es la manera en que sale a la luz la distinta manera de contemplar la ley que tienen los católicos.
Anglosajones frente a la ley
Es un punto frecuentemente malentendido en las culturas anglosajonas, incluyendo EE UU, y de varias formas, forma el cogollo de la bien sabida “brecha cultural” entre la calle americana y Roma.
Las encuestas todavía muestran que una amplia mayoría de católicos en occidente rechazan la doctrina de HV. En 2016, Pew Research Forum hizo un sondeo en el que se vio que, por ejemplo, solo el 13% de los católicos americanos que iban a misa todas las semanas pensaban que la anticoncepción era moralmente errónea. A nivel pastoral, la mayoría de los sacerdotes te dirá que estos católicos de a pie, hace mucho que hicieron las paces con el control de natalidad y ya no se molestan en confesarlo.
Para muchos anglosajones, esta es una incoherencia intolerable entre comportamiento y ley, porque estamos acostumbrados a pensar en la ley como un mínimo común denominador de la sociedad civil. Es decir, esperamos que las leyes se cumplan, y cuando no, reconocemos solo dos posibilidades: o tiene que haber medidas, o la ley debe cambiarse.
Nuestra cultura nos enseña a pensar que socava la credibilidad el sistema entero si una ley, aunque esté en los libros, no tiene respaldo y es ampliamente ignorada. Sin embargo, no es así como se ve la ley en las culturas mediterráneas, crisol del catolicismo, sobre todo Italia.
El semáforo en Italia
El escritor y humorista Beppe Severgnini refleja la mente italiana a la perfección en su libro ‘La Bella Figura: guía de campo de la mentalidad italiana’: “¿Ves esa luz roja? (del semáforo). Parece igual que cualquier otra luz roja en cualquier parte del mundo, pero es una invención italiana. No es una orden, como puedes pensar inocentemente. Tampoco es una advertencia, como podría parecer, bajo una mirada superficial. Realmente es una oportunidad de reflejar, y ese reflejo no es una tontería. Sin sentido quizá, pero no tontería.
Cuando muchos italianos ven un semáforo, sus mentes perciben no-prohibición (¡rojo! ¡alto! ¡no pasar!). En cambio, ven un estímulo. De acuerdo: ¿Qué tipo de rojo es? ¿Para peatones? Pero si son las siete de la mañana… no hay peatones tan temprano. Esto significa que es un rojo negociable, un casi-no-rojo. Así que podemos pasar.
¿O es un rojo en un cruce? ¿Qué tipo de cruce? Puedes ver quién viene y la calle está vacía. Así que no es rojo, es un casi-rojo o rojo-relativo. ¿Qué hacemos? Pensamos un momento, pero seguimos adelante.
Y ¿qué pasa si es un rojo en un cruce peligroso con tráfico que no puedes ver? ¿Qué tipo de pregunta es esa? Paramos por supuesto, y esperamos a la luz verde. En Florencia, tienen una expresión: rosso pieno (rojo total). Rosso es una fórmula burocrática y pieno es un comentario personal.
La Iglesia intenta trascender
Fíjense que estas decisiones no se toman a la ligera. Son el resultado de un proceso lógico que casi siempre resulta acertado. Cuando el razonamiento falla, es hora de llamar a la ambulancia. Esta es la aceptación italiana de la ley, de cualquier tipo, ya sea carretera, impuestos, o comportamiento personal. Si es oportunismo, es producto del orgullo, no del egoísmo. El escultor Benvenuto Cellini se consideraba “por encima de la ley”, porque era un artista. La mayoría de los italianos no van tan lejos, pero nos arrogamos el derecho de interpretarlo.
No aceptamos la idea de que una prohibición es una prohibición, o que una luz roja es una luz roja. Nuestra reacción es: “hablemos de ello”.
Este, en pocas palabras, ha sido siempre el instinto católico en lo que a ley se refiere: “Hablemos de ello”. El Vaticano lleva toda la vida publicando decretos que pueden parecer draconianos, arrolladores e inflexibles, pero es porque intenta dictar leyes que trasciendan el espacio (una iglesia global de 1.300 millones de almas, repartida por diferentes culturas y por cualquier recoveco del planeta) y el tiempo (una tradición de más de dos milenios).
Siempre hay una comprensión dictada por el sentido común por parte de los pastores, para dar un juicio razonable sobre cómo la ley se debe aplicar en sus circunstancias concretas. No es “desobediencia”, sino más bien una práctica pastoral correcta.
América e Italia frente a AL
En cierta manera, esto es en parte lo que hizo que Amoris Laetitia fuera incomprensible para un sector amplio del catolicismo americano. Cuando el pontífice insistía en que no estaba cambiando la doctrina, y, al mismo tiempo, abría una tímida puerta para su aplicación en según qué tipo de circunstancias, los americanos vieron una contradicción. Los italianos, por su parte, lo vieron normal.
Por supuesto, esto explica la manera de pensar de los italianos, pero no la defiende. Igual que el modelo anglosajón puede tender a la rigidez, el vicio inherente de los italianos es la anarquía. Es el culto a la “bella figura”, a contentarse con mantener las apariencias, pero por dentro las cosas están podridas y desmoronadas.
Cualquiera que haya intentado aparcar su coche en una calle de Roma, donde otros coches están apilados en segunda y tercera fila, por ejemplo, diría sin duda que una salpicadura de conformidad con las leyes no haría daño a “il bel paese”.
Sea cual sea la conclusión a la que uno llega, la cuestión es que, para entender el catolicismo, uno debe ser consciente de la diferencia. Tal vez deberíamos haber aprendido esa lección hace 50 años con HV, pero sigue siendo igual de válida hoy.