Hay acciones que significan mucho más de lo que son, gestos que resultan mucho más elocuentes que aquello que decimos. No me refiero, aunque podría ser, a cómo el comportamiento denigrante para con las mujeres de cierto político es mucho más expresivo que todos los discursos pro-femeninos y anti-patriarcales que le precedieron. Apunto, más bien, a esos gestos que siempre son mucho más de lo que podría interpretarse. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando comemos con alguien. Sentarse a la mesa con otros desborda con mucho la mera satisfacción de una necesidad biológica. Es en ese espacio y en ese tiempo compartido donde se crean relaciones y se fortalecen vínculos, como bien sabía ese Galileo que “comía con cualquiera” y le acusaban de “comilón y borracho” (Mt 11,19). Lo gracioso es que, como experimenté el otro día, esto no se limita a las personas con las que estás sentada a la mesa.
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Mesa de encuentro
El otro día fui a comer con una amiga a un restaurante marroquí y, cuando estábamos a punto de atacar el humus, se acercó uno de los que trabajaban ahí escribiendo nombres con caligrafía árabe. Sé poco de él, solo que se llama Nordin y que se acercó porque nos confundió con otras personas que en su momento le habían ayudado en una asociación de acogida de migrantes. Se acercó lleno de un agradecimiento que ninguna de las dos merecíamos, pero que confirmaba cómo lo bueno que se hace a una persona buena siempre encuentra eco. Hablando y hablando, tanto que nos tuvieron que calentar el tajín, llegamos a puntos comunes, como que él había estado en la recepción del Hotel Carlton de Bilbao en esa época lejana en la que yo aún vivía ahí y que una prima suya trabaja ahora en la misma empresa que mi hermana pequeña.
Hablamos de respeto, de humanidad, de ser buenas personas, de agradecimiento, de lo cabezones que somos los vascos, de cristianos y musulmanes… haciendo que esa mesa de encuentro se ampliara más allá de las dos comensales y nuestro falafel. Salimos de ahí con nuestros nombres en caligrafía árabe, hechos por Nordin con esmero y cariño, pero, sobre todo, con el corazón esponjado por el regalo de un encuentro que, aunque nació de una confusión, evidencia una vez más cómo la providencia se camufla de casualidad. Sin duda, no nos definen las proclamas ni los discursos, sino el modo en que nos vinculamos con la vida y, sobre todo, con los demás. Son los gestos lo que conecta a las personas, por muy cotidianos y discretos que estos sean, y lo que nos recuerda que todos nos encontramos en lo profundo, ahí donde las diferencias quedan relativizadas y nos topamos con lo esencial: con la humanidad compartida.