Hace unos días descubrí ‘Ida’, una película de Pawel Pawlikowski, director de la excelente y durísima ‘Cold War’. ‘Ida’ recibió en 2015 el Oscar a la mejor película extranjera. No fue el único galardón. Antes había recibido el premio BAFTA y el León de Oro del Festival de Cine de Gdynia. Pawlikowski creció en el barrio varsoviano de Mokotow. Procedente de una familia de firmes convicciones católicas, su madre era catedrática de la Facultad de Filología Inglesa de Varsovia. Su padre ejercía la medicina.
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De procedencia judía, se exilió en Austria, en 1969, tras la campaña antisemita organizada por el Gobierno comunista para desviar la atención de la sociedad, cada vez más descontenta con la falta de libertades. Los padres de Pawlikowski se habían separado poco antes, pero se reconciliarían más adelante. El cineasta ha comentado que el exilio fue una experiencia devastadora para su padre, pues amaba profundamente a su país. No era el primer golpe sufrido por su condición de judío, pues su madre, una prestigiosa doctora en medicina, fue asesinada en Auschwitz. La historia de Pawlikowski, a medio camino entre el catolicismo y el judaísmo, refleja la tragedia de una Europa azotada por el totalitarismo político y la intransigencia religiosa.
Descubrir los propios orígenes
Rodada en blanco y negro, ‘Ida’ narra la peripecia de Anna (Agata Trzebuchowska), una novicia huérfana que prepara sus votos para ordenarse monja. Poco antes, la madre superiora le revela la existencia de un pariente vivo. Se trata de su tía Wanda (Agata Kulesza), una durísima fiscal que no quiso hacerse cargo de la niña. Alcohólica, pesimista y desencantada, comunicará a su sobrina que no se llama Anna, sino Ida Lebenstein, y que es judía.
Sus padres y un primo, un niño de corta edad hijo de Wanda, fueron asesinados durante la ocupación alemana. Los verdugos no fueron los nazis, sino un vecino que fingió ocultar a la familia en el bosque y los mató para apropiarse de su casa y sus tierras. Pawlikowski no fantasea con algo excepcional. Solo nos cuenta una tragedia que se repitió en distintas localidades polacas, alcanzando el grado de masacre en Jedwabne, Wasosz y Radzilow.
La matanza de Jedwabne, sin duda la más célebre, se produjo el 10 de julio de 1941. En presencia del ocupante alemán, centenares de judíos fueron encerrados en un granero comunal. A sus vecinos católicos no les tembló la mano a la hora de prenderle fuego. No les preocupó que hubiera mujeres, ancianos y niños. Hasta 1970 se culpó a los alemanes, pero las investigaciones del profesor Jan T. Gross demostraron que se habían limitado a contemplar la masacre con evidente satisfacción. En 2001, el presidente polaco, Aleksander Kwaśniewski, pidió perdón en público a las víctimas y sus familiares, admitiendo la responsabilidad de los católicos polacos en la matanza.
Una herencia cristiana
Aunque duela reconocerlo, el antisemitismo es una herencia cristiana y su origen se halla en el mismo Evangelio. En Mateo 27,25, cuando Poncio Pilatos se lava las manos, sentenciando a muerte a Jesús, exclama: “Soy inocente de la sangre de este justo, ¡vosotros veréis!”. El pueblo judío, que ha preferido aprovechar el indulto de la Pascua para librar de la muerte a Barrabás, un delincuente común, responde desafiante: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Pasajes como este ponen de manifiesto que el Evangelio no es la Palabra literal de Dios, salvo que aceptemos que el odio y la intransigencia forman parte de su naturaleza, sino la expresión de la relación del hombre con su Creador, y no está exenta de prejuicios que contaminan y distorsionan el mensaje original.
¿Se puede asegurar que Dios realmente ordenó a Saúl el exterminio de los cananeos? En 1 Samuel 15,3, leemos: “Ve ahora, y ataca a Amalec, y destruye por completo todo lo que tiene, y no te apiades de él; antes bien, da muerte tanto a hombres como a mujeres, a jóvenes como a niños de pecho, a bueyes como a ovejas, a camellos como a asnos”. En una página de internet leo una explicación inaceptable de este pasaje: “A diferencia de nosotros, Dios conoce el futuro. Dios sabía cuáles serían los resultados si Israel no eliminaba completamente a los amalecitas. Si Israel no llevaba a cabo las órdenes de Dios, los amalecitas volverían a perturbar a los Israelitas en el futuro”.
La explicación continúa con argumentos similares a los de los nazis: “Los niños no son inocentes (Salmo 51:5; 58:3). Estos niños posiblemente habrían crecido ligados a las religiones perversas y a las prácticas de sus padres. (…) Nuestra atención debe centrarse en confiar en Dios aun cuando no entendamos sus caminos. También debemos recordar que Dios mira las cosas desde una perspectiva eterna y que sus caminos son más altos que nuestros caminos”. Cualquier conciencia democrática no puede evitar sentir repugnancia ante estos argumentos. De hecho, al justificar una remota masacre, se inscriben en lo que se considera delitos de odio.
Un paradigma histórico
La Iglesia vive un momento particularmente delicado que resolverá cuál será su porvenir en las sociedades libres y abiertas. Si no se renueva, si no adopta una perspectiva adulta y crítica, quedará reducida a un fundamentalismo antidemocrático. Los tradicionalistas, lo que se oponen a los cambios, alegan que la Iglesia es santa y su magisterio infalible. Conviene recordarles las palabras de Jesús en Marcos: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo uno, Dios” (10:18). Solo Dios es santo.
En cuanto a la infalibilidad, la Iglesia se ha equivocado muchas veces, justificando la guerra, la esclavitud, la pena de muerte y la sumisión de la mujer. El Misal de Trento –sancionado por Pío V en 1570– incluía una oración por los “pérfidos judíos” durante el Viernes Santo. Esta fórmula se mantuvo vigente hasta que Juan XXIII ordenó suprimir esa expresión, alegando que era “poco conforme al Evangelio”. Pablo VI aprobó un nuevo misal en 1969, consolidando este cambio.
Juan XXIII y Pablo VI manifestaron su fidelidad al Evangelio, aprobando reformas a la altura de su tiempo. El papa Francisco se mueve en esa línea, aunque a veces nos cueste trabajo entender sus decisiones, como la reciente prohibición de bendecir a las parejas homosexuales, una medida que ha producido consternación en los católicos aperturistas.
Ensañamiento contra el pueblo judío
En ‘Jesús. Una aproximación histórica’, José Antonio Pagola sostiene que la exculpación de Poncio Pilatos “no es creíble”. Tampoco lo es el ensañamiento del pueblo judío con Jesús, exigiendo su muerte. Estas versiones del proceso y la ejecución de Jesús son fantasías de “unos cristianos que se sentían amenazados y trataban de defenderse ante el poder las autoridades religiosas judías”.
Cuando “el Imperio romano abrazó el cristianismo –prosigue Pagola–, estos relatos fantasiosos e irreales alimentaron contra el pueblo judío la terrible acusación de ‘deicidio’: un arma letal que ha generado el antijudaísmo y ha provocado la persecución y el genocidio antisemita“. José Antonio Pagola descarta la teoría de que Judas Iscariote fue una invención y no una realidad histórica.
Su escepticismo me parece menos convincente que los argumentos de la teóloga Uta Ranke-Heinemann, discípula de Rudolf Karl Bultmann, en su obra ‘No y amén. Invitación a la duda’: “Judas es un producto de la fantasía. Se compone en gran medida de citas del Antiguo Testamento. Es, pues, un florilegio personificado”. Todo indica que Judas no existió, pero “sí existió el odio cristiano vertido no solo sobre este individuo, sino sobre todo su pueblo. Y precisamente ese odio real es lo peor en toda la historia inventada”. Ese odio, que ha traspasado los siglos, condujo a Auschwitz, el gran pogromo de la Europa cristiana.
Estilo minimalista y poético
‘Ida’ aborda este conflicto con un estilo minimalista y poético. Su cuidada fotografía en blanco y negro evoca a Bergman y al Haneke de ‘La cinta blanca’, otra película que muestra con clarividencia los frutos envenenados de casi dos mil años de antisemitismo. Con una banda sonora que incluye fragmentos de Mozart y John Coltrane, ‘Ida’ nos enseña dos cosas fundamentales: el ser humano vive malamente sin una dimensión espiritual, pero aún vive peor si se somete a una fe pervertida y deformada por los prejuicios.
El asesino de la familia de ‘Ida’ no es un nazi fanático, sino un cristiano devoto. Aunque al final conoce los remordimientos, las hondas raíces del antisemitismo en la católica Polonia lo ayudarán a matar sin graves problemas de conciencia. ¿Conduce necesariamente el legado cristiano a Auschwitz? Pienso que no. Ahí están los ejemplos de Edith Stein, Sophie Scholl o Irena Sendler, la enfermera católica que salvó a dos mil quinientos niños judíos del gueto de Varsovia.
‘Ida’ renuncia a realizar sus votos y se plantea no volver al convento. De hecho, vive un pequeño romance con un saxofonista, pero reflexiona y, tras desplegar una serie de fotografías que incluye una imagen de Irena Sendler, decide volver a vestir el hábito. Pawlikowski nos señala el camino hacia una fe adulta, serena y responsable, sin mitos ni absurdos dogmas que se alejan del espíritu del Evangelio.
Miedo a la verdad
¿Por qué les da tanto miedo la verdad a los integristas? Quizás porque es más fácil adorar a un ídolo que asumir el verdadero compromiso cristiano: buscar a Dios en “el rostro de nuestro prójimo, del otro que nos compromete con sus necesidades”, de acuerdo con lo que dijo el papa Francisco en su último mensaje de Navidad. La fraternidad siempre es un reto mucho más exigente que la obediencia ciega y servil.