Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Idiomas, querida


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Entre los muchos ámbitos en los que una servidora es especialmente torpe están los idiomas. Está claro que la condición de biblista se pone en evidencia por la facilidad con la que me relaciono con las lenguas muertas, hasta el punto de asesinar aquellas que aún siguen hablándose. Precisamente por esta conciencia de mi limitación, admiro aún más a quienes se manejan con destreza en distintos idiomas, no solo por lo que supone de habilidades de comunicación, sino también por lo que implica de conocer y asomarse a diversas culturas. Por más que pueda ser un punto de arranque, entender a los demás es mucho más que ponernos un pinganillo para saber qué dicen, pues implica ponerse en la piel del otro y asomarse al peculiar modo en que percibe la realidad y, en este reto, el idioma de cada cual juega un papel esencial.



Lenguas cooficiales

La actualidad política tiene cierta tendencia a convertir en arma arrojadiza realidades que son importantes y que resultan más complejas de lo que parece. El uso de las lenguas cooficiales en el Congreso de los Diputados ha generado una polémica que no conviene simplificar. De fondo hay dos cuestiones valiosas en aparente conflicto y que conviene armonizar. Por una parte, parece evidente que conviene poder comunicarse con cierta fluidez en un lugar de debate político. Poder hacerlo es, en realidad, la finalidad primera y última de toda lengua. Pero, junto a este elemento valioso, también es muy fundamental la cuestión de la identidad. El idioma es mucho más que hablar distinto, ya que refleja la cultura, la comprensión del mundo y el modo como nos situamos en él.

Escuchar expresarse en las distintas lenguas que configuran el día a día de gran parte de la población española supone reconocer la pluralidad como una riqueza, diferenciar la unidad de la uniformidad y acercarnos a esa eterna tarea de ponernos en la piel del otro. Con todo, esto no debería ser una barrera para la comunicación, aunque exija el esfuerzo por salir de la propia zona de confort, la voluntad de acoger lo distinto y el deseo de escuchar realmente al otro. Reconocer los valores importantes que se esconden en la polémica quizá nos aleje de posiciones como las de quienes murmuraban el derroche de una mujer anónima en Betania. Le reprochaban que ese perfume de nardo puro que había derramado la cabeza de Jesús podía haberse vendido por mucho dinero (Mc 14,3-9). Ojalá no nos suceda como a ellos, que no habían entendido nada de lo que estaba pasando ni del significado de ese gesto, porque hay realidades, como el amor que mostró esa mujer, que solo tasan y ponen precio quienes no son capaces de captar la importancia de lo que está en juego. No sea así entre nosotros.