Hace dos meses asesinaron en México a los jesuitas Javier Campos Morales, “El Gallo”, y a Joaquín César Mora Salazar, “Morita”. Los curas auxiliaban espiritualmente al guía de turistas Pedro Eliodoro Palma, abatido por el líder de narcotráfico local José Noriel Portillo, “El Chueco”, y también fueron ultimados. El crimen se sitúa dentro del clima de inseguridad y violencia imperante en todo el país.
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Hace dos semanas encarcelaron en Nicaragua al obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez. Ahí mismo se había detenido días antes a dos sacerdotes. Se acusa a los clérigos nicas de “organizar grupos violentos, incitándolos a ejecutar actos de odio en contra de la población, provocando un ambiente de zozobra y desorden, alterando la paz y la armonía de la comunidad, con el propósito de desestabilizar al Estado de Nicaragua y de atacar a las autoridades constitucionales”.
Estamos, entonces, ante dos hechos que son diversos en las causas que los originaron: los religiosos mexicanos estaban -como dicen las autoridades para minimizar su responsabilidad- “en el lugar y momento equivocados”, y un sicario obnubilado cegó sus vidas; los nicaragüenses, en cambio, han alzado la voz contra un régimen, el de Ortega-Murillo, ya comparable con la dictadura de Somoza.
Ambos eventos han hecho que se llegue a una conclusión: la Iglesia Católica es perseguida en América Latina. Veamos.
A la Iglesia se le ha perseguido cuando prioriza su carisma profético sobre su estructura institucional. Cada vez que denuncia injusticias, que se niega a colaborar con el crimen organizado, que defiende a los más pobres cuando los atacan los poderosos, que ofrece los criterios de Jesús de Nazaret en vez de los criterios mundanos, es amenazada y se busca su silencio.
No en balde, la Lista Mundial de la Persecución 2021, publicada por la Misión de Puertas Abiertas, afirma que a nivel mundial existen más de 340 millones de cristianos perseguidos. Hay una constante en este hostigamiento: acallar las voces disonantes en regímenes autoritarios y, en muchos casos, dictatoriales.
Pero: atención. Son frecuentes las presiones de algunos grupos conservadores para que los obispos sean más belicosos en contra de las autoridades civiles, como en el caso mexicano. Quienes ven afectados sus intereses por políticas públicas que privilegian a los más necesitados desearían, y así lo hacen sentir constantemente, que el episcopado tomara partido por ellos, criticando de manera pública y agresiva a los gobernantes.
Si éstos responden en el mismo tono, los jerarcas corren el riesgo de sentir que arriesgan su vida, ofrendándola, por restregarle al poderoso sus pecados, como Juan el Bautista. Cuidado. Una cosa es morir por el Reino de Dios, y otra muy distinta por los reyes del dinero y del poder político que buscan manipularnos.
No busquemos, entonces, el acorralamiento como una suerte de autocomplacencia, que nos coloca en la situación de mártires, y nos obsequia nuestros 15 minutos de fama. El texto evangélico es muy claro: “Dichosos serán cuando los insulten, los persigan y, mintiendo, digan toda clase de mal contra ustedes por mi causa” (Mateo 5,11).
Pro-vocación
Si a lo largo de todo su pontificado los bandos se han separado con claridad: los unos lo apoyan y otros lo denostan, con motivo de su posible renuncia tal polarización se ha agudizado. Quienes desearían que Francisco de Roma avanzara todavía más en su purificación de la Iglesia Católica no quieren que se vaya; sus enemigos están ansiosos de que presente cuanto antes su dimisión. Como siempre, Bergoglio puede sorprender a ambos.