La católica Irlanda ha decidido que es hora de bajarse del púlpito para vivir buenamente lo que queda de su fe sin intermediarios, tendencia creciente donde prende el desencanto. Los resultados del referéndum sobre el aborto anuncian un tiempo nuevo en un país moldeado por el cristianismo. Ya no.
A tres meses de que Francisco llegue para presidir el Encuentro Mundial de las Familias es un toque de atención al que los obispos están atendiendo con tristeza, como reconocen, pero sin buscar –al menos por el momento– las causas fuera de ellos, en una conjura mundial contra la Iglesia, primer indicio de que la lógica perplejidad en la que están no les ha noqueado del todo.
Reconocen los pastores que el sí al aborto radiografía la dimensión actual de la Iglesia: una estructura carente de compasión que juega un papel marginal en la sociedad. Un resultado “que no ha salido de la nada”, según el arzobispo de Dublín.
Sin anestesias que atenúen este baño de realidad, los obispos despiertan a la certeza de que el voto afirmativo lo es también contra una única forma de entender la defensa de la vida, cuando, como ha señalado el Papa, ser provida es poner también la cara contra todas las violencias que menoscaban la dignidad de la persona, un amplio catálogo para el que en ocasiones solo hay silencio.
La Iglesia de Irlanda parece dispuesta a volver a la casilla de salida, lugar ideal para comenzar libre de las adherencias que, como en otros lugares, han ido propiciando una deriva que la ha acabado por separar de la gente.
Es cierto que esta no es la única causa de la ingente deserción silenciosa que se está viviendo en Occidente. Ni el tema del aborto la mejor coartada para quienes la critican. Pero retroceder es un primer paso para poder corregir el rumbo.