Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Implosión eclesial


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Cualquier excusa es buena para aprender. Durante estos últimos días las noticias nos han permitido, al menos a mí, conocer cosas que no sabía. He tenido la oportunidad de enterarme que Wagner no es solo el apellido de un gran compositor, sino de un grupo al margen de la ley que funciona con impunidad por el mundo. También he podido confirmar algo fácil de intuir, que es la fragilidad de las alianzas del tipo que sea cuando lo que une es únicamente el propio interés, por más que se aluda a la patria, al propio partido o a una ideología compartida. He aprendido, además, que la música de una serie televisiva de mi infancia puede ser motivo de polémicas políticas o que la pretensión de hacer una canción del verano puede llevar a algunas cantantes a rozar la más vergonzosa y humillante de las situaciones con tal de que se hable de mí y de mi barbacoa, aunque sea mal.



El Espíritu el que “nos lo enseñará todo” (Jn 14,26)

Hay un aprendizaje que nunca acabo de hacer, que siempre me sorprende y me desconcierta. Me resisto a aceptar eso de que todos somos iguales, pero alguno más que otros, que el valor de las vidas y la inversión que supone salvarlas dependen del origen, de los recursos económicos o del motivo que los ha llevado a estar en riesgo. De tal modo que los telediarios nos mantienen en vilo por cinco personas perdidas en un sumergible, mientras obviamos los cientos de rostros e historias concretas que se hunden en el Mediterráneo, esperando que algún país se decida a evitarlo. Relacionado con esto, también he podido saber un poco más de física y aprender que una implosión, como la que ha sufrido el “Titán”, se produce por el contraste entre la presión externa y la interna, lo que hizo que el submarino colapsara o que se contrajera con violencia hacia su interior. Es curioso, porque tengo la sensación de que también en la Iglesia corremos un riesgo permanente de sufrir este mismo proceso físico.

Titán

La tendencia habitual de cualquiera es obviar todo aquello que nos comprima o que sintamos como una presión externa. Pretender huir de ello, resguardándonos en espacios en que nos sentimos cómodos y seguros, puede generar tal contraste que nos haga explotar para dentro, hacia el propio ombligo, que es, en realidad, lo que significa implosión. Me da a mí que la vacuna más efectiva para prevenir esta reacción física es todo aquello que nos impulse a salir de nuestra burbuja y que nos permita equilibrar la presión externa con la interna. Cualquier modo de diálogo y encuentro con lo diverso, que es lo que supone la dinámica sinodal, nos evitará el mismo resultado dramático que ha sufrido el “Titán”. Eso sí, para ello tendremos que seguir aprendiendo que todas las vidas importan o que los vínculos más firmes son los que nacen de la búsqueda del bien común y no del propio interés. Me da a mí que estos aprendizajes esenciales no nos llegarán por los telediarios, sino que será el Espíritu el que “nos lo enseñará todo” (Jn 14,26).