La gente que me conoce ya tiembla un poco porque intuye que, en cualquier momento, algo de lo que me suceda con ellos puede aparecer en este blog. Son algunos de los riesgos que supone compartir conmigo esas experiencias que me llevan a darle vueltas a las cosas. Esta vez ha sido la oportunidad de participar en una boda que tuve el otro día que, aunque puede parecer algo muy común, en mi caso no es tan frecuente como profesiones religiosas o aniversarios de ordenación sacerdotal. El caso es que acompañé a Sara y a Alejandro en un momento importante para ellos y para todos los que los queremos. Dándole vueltas a lo vivido, hay dos cuestiones que rescato y que quiero compartir.
Quizá la primera es la más evidente, pues, cuando se te permite participar de un momento importante en la existencia de alguien, se te regala también la ocasión para mirar hacia atrás en el tiempo y recordar, esto es, volver a pasar por el corazón aquello que te une a esas personas. Tal y como invita el libro del Deuteronomio, brota de manera natural esa memoria de la senda que “el Señor tu Dios te ha hecho andar” (Dt 8,2) y, con ella, se despierta el asombro y el agradecimiento ante ese regalo que es siempre que alguien te permita entrar en su existencia y te convierta en testigo privilegiado de ella.
Ese contemplar el camino recorrido por personas que las circunstancias, y Dios en ellas, cruzan con el nuestro, no solo impulsa a agradecer esos rostros concretos que, de las maneras más curiosas, se han convertido en personas queridas. También renueva por dentro la convicción de que vale la pena permitir el acceso de otros a la propia vida, por más que puedan descolocarla y nos saquen de nuestros terrenos seguros.
Otra cuestión que me ha dado vueltas tiene que ver con la boda en sí. En varias ocasiones, los miembros de la comunidad a la que pertenecen los novios relacionaban las vivencias de estos con las lecturas de la celebración. No hubo demasiada pretensión de maquillar ni de endulzar las fragilidades de la pareja, de modo que a todos los asistentes nos quedó clara la tendencia de él a escaquearse o la de ella a enfadarse. Me gustó mucho este poner sobre el tapete los límites personales, pues pone en evidencia que amar es un proceso, que no importan las imperfecciones de unos y de otros, sino el empeño por aprender a quererse más y mejor.
Buenos pilares
A veces, en este deseo nuestro de apuntar hacia el horizonte y recordarnos una y otra vez la invitación a amar como somos amados (cf. Jn 13,34), se nos olvida que esta es una meta hacia la que avanzamos y no un logro conseguido de una vez para siempre ni una imposición externa que choca, una y otra vez, con nuestra incapacidad de querer al estilo divino. En lo cotidiano, amamos torpemente y con muchas imperfecciones, pero esto no le quita valor a los intentos, sino que lo baña de realismo y de honestidad… y ¿no son estos dos buenos pilares para fundamentar un proyecto compartido?